Nos miramos mutuamente. Él parecía decidido. Estaba de pie frente a mí, apuntándome. Traté de serenarme aunque no podía evitar que el susto me maquillara la cara, arqueara mis cejas y me secara la boca. Las manos me sudaban y pensaba en mi familia: mis padres, mi hermano Joaquín y Maite, mi novia. Todos pasaron por mi mente como ángeles protectores que han llegado en la hora de más necesidad. Hay segundos en la vida que son decisivos, que pueden cambiar para siempre el curso de una existencia. Incluso, pueden llegar a cegarla para siempre. Es en ese momento cuando uno sabe que está realmente solo y crece en lo más profundo la necesidad de refugio, de abrigo que disuelva la sensación de intemperie. Mi cuerpo quería temblar, sacudirse la laca del miedo que lo endurecía como una armadura invisible. Cerré los ojos un momento y recé en silencio. Cuando los abrí todavía me seguía apuntando. Sin embargo, tuve la certeza de que Dios me había escuchado. Por eso estaba tranquilo cuando el mundo alrededor comenzó a desaparecer y todo se volvió difuso y silencioso. Solamente retumbaban en mi cabeza mis propios latidos acelerando el ritmo y mi respiración cada vez más intensa. Todo va a salir bien, pensaba. Volví a cerrar bien apretados los ojos, extendí los brazos y elevé un momento el rostro al cielo y murmuré: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Lo dije bajito, casi sin mover los labios. Después, escuché el golpe seco del disparo y, entonces, atajé el penal.

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