Estamos en casa, sentados alrededor de la mesa camilla, con la puerta cerrada, en silencio, intentando descubrir lo que sucede fuera. Mi padre se levanta sin hacer ruido y se prepara para ir a trabajar. Es mejor que nos quedemos en casa, dice mi madre. ¿Y de qué vamos a comer?, responde él.
No comprendo nada ¿por qué no puede ir mi padre a trabajar? Quiero ir a la escuela, digo yo, no me gusta estar todo el tiempo encerrada en casa. De eso nada, responden los dos al mismo tiempo.
Alguien llama a la puerta, aporrea. Mis padres se asuntan, tiemblan. Yo me escondo tras las faldas de mi madre. Un golpe seco destroza la puerta. Entran dos hombres altos, serios, decididos. Dicen el nombre de mi padre. Soy yo, afirma él. La respuesta de ellos es fulminante: aprietan el gatillo y lo cosen a tiros. ¡Dios mío!, dice mi madre, acercándose a su marido, tapándose la cara con las manos. ¿Es usted la esposa?, pregunta uno de los hombres. Ella no contesta, pero ellos vuelven a disparar. Yo corro a esconderse. ¡Que no escape!, dice el que manda. Yo corro, corro, corro, subo al desván, me meto en el armario viejo y espero, en silencio. Siento pasos, ruidos, golpes, gritos. Cierro los ojos y me tapo la cara con las manos. Así no podrá pasarme nada.
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