Su barba y su melena expuestas al viento le devolvían un profundo sentimiento de equilibrio y empoderamiento.
Ya pasó el tiempo de recluirse, de sentirse diferente y de la incomprensión. Era momento de mostrarse.
Ahora que la hecatombe atacaba con fuerza y el miedo se apoderaba de todos en sus cárceles de neón, sintió que podía salir y reivindicarse.
Sí, la gente seguía señalando al ver cómo viajaba libremente, pero ahora se limitaban a suspirar con admiración: «ahí va la mujer barbuda…» Sus aires valientes de Jesucristo del siglo XXI, le dotaban de inmunidad, respeto y por fin, de libertad.
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