Tenía que turnar las manos en los bolsillos de mi vieja chaqueta ahumada por las brasas del mediodía. Cuando una mano sujetaba el vaso, la otra buscaba calor. No lo encontraba. Cambio. Tampoco. Bebía whisky de Dios sabrá dónde. Uno que había cogido de la bodega. Del padre de Edu. No tenía ni pajolera de cómo tenía que saber un buen whisky.
El primer tiro mojo los labios, pongo cara de imbécil, veo que nadie me ha visto hacer el mariquita. ¡Joder, puta, coño! y, como arte de magia, he vuelto a mi acera. El segundo empapa la lengua como el calcetín en un charco que ha escupido la ducha. Ese la calienta y la despierta gratamente. El tercero pasa por la garganta, frío pero cálido. Oigo como gotea en mi estómago. GLUP, GLUP, GLUP. El resto afilan el ingenio.
Tengo la botella apoyada sobre un banco de piedra, en la media luna que forma la casa principal a mi izquierda, la de los caseros con los establos detrás de mí y la despensa a mi derecha. Sentado a su lado, en una silla de mimbre descolorido con un almohadón bajo mi culo.
Escucho la música de éstos tras de mí, donde los caseros, jugando a los dardos, al futbolín y bebiendo.
El cemento bajo mis pies se acaba en apenas cinco pasos y empieza el campo, eterno. Eterno. De tierra húmeda y blanda como la de las macetas de mi madre. Inminente, un árbol con cientos de tridentes apuntando al cielo. Desnudo. Lo atravieso con la vista. Antes he meado por ahí, junto al leñero. Y fuera, apilado como una pirámide, la leña aún húmeda. Los almendros siguen líneas rectas hasta la carretera, al fondo. A la noche los cubrirá un manto de miles de estrellas. Pero ahora no. Y antes de la carretera, ligeramente elevado, veo el corral, el perfil bueno. El de atrás está hecho mierda. O lo estaba la última vez que lo vi.
A los pies de aquel árbol desnudo, se dibuja una carreterilla de tierra seca y gravilla que pasa frente a sus tridentes. Y perfilando sus márgenes hay un débil manto verde claro que parece rubio en sus puntas, un rubio casi blanco. Como ese vello de la piel que solo se ve a contraluz. Son pequeñas florecillas que me acercaré a comprobar antes de entrar con los demás. Hay lavanda, tomillo y romero, pero el frío no deja que se levante su aroma. La carretera se esconde tras la despensa, camino de una enorme placa solar.
Hay un sendero dibujado por huellas de botas y ruedas de tractor y furgonetas entre los almendros. Algunos están abiertos y su madera se escama en cortezas secas.
Sigo con mis ojos un pájaro que zumba cuando bate sus alas con una fuerza casi agónica. Creo que es un colibrí, pero yo qué coño voy a saber de pájaros. Su ensordecedor aleteo dirige mi vista hacia la derecha, hacia la despensa de piedra blanca con zonas de yeso pelado salpicando una pared sin ton ni son. Al esconderse la carretera y derramarse pendiente abajo, puedo ver el final del campo del padre de Edu. La tierra se hunde en un escarpado barranco y se eleva arisca por el otro lado.
Y está anocheciendo. Y yo sirvo otro vaso y cambio de mano. Mis manos están blancas y pálidas, y los cayos bajo los dedos amarillos, y las yemas rojas. “¡Achís!, ¡Hace un frío de cojones!”.
Agudizo la vista, achinando los ojos tras los cristales de mis gafas. Mientras describía otras cosas, la luz se ha apagado un poco más, y confundo los verdes y manchas casi azules sobre la ladera. Piedras, hierbajos, tierra, o quizás un león rugiendo que me pide escribir todo esto. ¿O ese soy yo?
Se dibujan dos horizontes. Uno, el primero, inmediato, definido, tridimensional. De arbustos bajos y escalones de tierra y roca destripada. El segundo es azul y negro, solo formas, dos dimensiones, solo siluetas de árboles ermitaños y larguiruchos postes que se elevan con finos hilos que cruzan tierras valencianas. Pero todo son líneas onduladas y amables.
Hay una nube, aún visible, oscureciéndose. Como un autobús avanzando muy lentamente apoyada sobre la colina. Ya la había visto antes. Sí, estoy seguro. La vi entre las ramas con forma de tridente, antes de que aquel pájaro llamase mi atención. Abre la boca. ¡Está abriendo la boca esa nube! ¡No es un autobús! ¡Es un dragón! Es un jodido dragón que alarga su estrecha lengua y lame tierna y suavemente la colina. Cuando me voy a ir, dentro de unos minutos, en el futuro, cuando me quede sin whisky y mis manos sean témpanos helados, la nube se habrá disuelto elevándose poco a poco en el cielo, como rasgadas telas de un gris oscuro que acabarán siendo engullidas por la noche.
Hay uno en particular. Un árbol, digo. Lo observo mientras bebo a tiros cortos. Estará a dos kilómetros. O quizás a un millón. No sé medir las distancias y no voy a sacar la regla. O sí. No, definitivamente no es buena idea. Bueno, decía que hay un árbol. Quizás sea un árbol diminuto que pueda coger. Un segundo. Estiro el brazo, no llego, debe de estar lejos. En fin, solo la silueta lejana de un árbol, con un casco de hojas sin ramas rebeldes que enturbien su perfil. Es perfecto, en el segundo horizonte. Y sobre él, el cielo pinta tres brochazos de azules, de más claro, casi blanco, a más oscuro.
Y trasciendo. Y me hago paisaje. Y me hago campo. Y me hago eterno.
Y en esa oscuridad, un azul oscuro casi negro, con el zumbido de un pájaro que quiere ser avispa, con Enrique Iglesias sonando a mis espaldas con su Bailando, entre risas y gritos ebrios y apagados, con un dragón lamiendo las montañas, la luna abre sus enormes fauces hacia una única y solitaria estrella, jodidamente brillante, que me mira y me brinda en otro vaso de plástico. Un tiro más, amiga.
Por Ignacio Parra
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