Hasta los cimientos

Hasta los cimientos

A.H. Ucán

18/03/2020

—¿Por qué aun descansando bajo la bendición de esta humilde sombra, siento el viento más cálido que nunca? Señores del monte, ¿no les agrada mi jornal de hoy?

Y como si la providencia guiara la mirada de Wilfrido sobre la copa de los árboles, lejos, encontró humo.

—¡Papá, papá! —grita Socorro. Corre hacia su padre jalando de la mano a su hermanita Rosario, traen con ellas el llanto de la desgracia.

—¿Qué pasó hija?, ¿y tu mamá?, ¿por qué vienen solas?

—La casa papá ¡Se quema! —balbuceó la niña Socorro arrodillada a los pies de su padre.

—¡Cuida a tu hermanita!

Wilfrido corrió hacia su casa por el estrecho camino de vegetación. Las botas rotas apenas le protegen del suelo rojo y caliente. El espeso follaje a los lados del camino amenaza con cerrarse sobre él y tumbarlo en cualquier momento.

   «Perdonen mi descuido señores, debí hacer caso antes.

»Dios, ¡cuida a mi familia por favor!

Cuando llega, el techo de palma de guano aun arde. Humo gris y cenizas negras brotan de él elevándose en remolino.

Su esposa Amira, hijos y hermano Cházaro están sentados sobre un cofre de madera bajo la sombra de un nance.  Nadie parpadea, tampoco apartan la mirada del hipnótico fuego aunque queme sus retinas. Wilfrido los mira y agradece a los señores del monte con una reverencia y con una santificación al Dios cristiano la vida de su familia.

Sin decir palabra, se adentra a las furiosas llamas, quienes reclaman para sí aquella casa. Al cabo de unos segundos sale empuñando en su mano izquierda una carabina calibre treinta y en la derecha una caja de municiones. El hierro le quema la mano, pero no puede soltar lo último que le queda en el mundo para ofrecer: su increíble puntería y fuerza.

La familia completa se sienta impotente a esperar que las llamas terminen de consumir todo. Esperan. Las columnas principales hechas de gruesos troncos quedan reducidas a cenizas, el viento las remueve y solo quedan agujeros humeantes.

Socorro regresa agotada, camina con dificultad con Rosario cargada a la cadera. Rosario patalea hasta soltarse y corre hacia las cenizas apartándolas con sus pequeñas manos que se queman y llenan de tizne negro. Su padre corre a quitarla de ahí.

—¡Mi muñeca! —grita y llora Rosario sin que el abrazo de su padre la consuele. Llora hasta quedarse sin fuerza ni lágrimas.

El silencio humano pesa, el sonido de la naturaleza amenaza en todas direcciones.

—Viejo… ¿Qué hacemos? —dijo Amira con la mirada clavada en los agujeros humeantes.

Las lágrimas no salieron de los ojos de la pareja.

Procesaban el momento.

En silencio, ambos comenzaron a recordar lo que les llevó hasta ahí:

El recordó que salió del pueblo para buscar fortuna como chiclero

Ella recordó cada una de las punzantes palabras que padres y familiares repitieron:

   «Tu lugar está con tu marido ¡Vete!

»Ya ha de tener querida.

»Meses y no viene.

»Sus hijos ni lo reconocen.

El, que el trabajo era difícil porque los campamentos chicleros son levantados en la selva y migran constantemente.

Ella, que se cansó y exigió que la llevara a donde estuviese el campamento, y en su cólera tomó su cofre de madera; empacó tres huipiles, un par de zapatos, dos peinetas y una muda de ropa por cada hijo y lo siguió.

El, que por las noches dormitaba en los árboles. Oraba al monte por virtud para su arma y este se la concedía con disparos certeros contra venados, jaguares, armadillos y jabalís; al Dios cristiano encomendaba llevarse culebras y moscas.

Ella, que la familia cocinó y vendió las presas cazadas como alimento a los trabajadores del campamento.

Wilfrido fue el primero en regresar a la realidad, cuando recordó que era suya la decisión de no moverse más cuando el campamento acabó con la explotación del chicozapote del lugar. Quizo construir con sus manos casa para su familia y alimentarlos trabajando la tierra. Y esa decisión hizo que otros lo siguieran.

—Vieja, ya pasó —dijo Wilfrido con voz tranquila y llena de paz—. Si la lumbre los quemaba, me muero… ¡Junten lo que quedó! ¡Cházaro llévalas a tu casa!

—Felipe, Jesús, Fran, hijos, ¡vengan!, ¡ayúdenme! Haremos casa cerca de la carretera.

Los siguientes días todos trabajan sin descanso para terminar lo antes posible. El padre: con su hacha da forma a los troncos para columnas y muros; con su machete corta ramas para usar de estructura. Los hijos: se adentran en la selva a conseguir guano para el techo. Amira: comercia en el pueblo cercano lo que su marido caza.

Al décimo día de trabajo Felipe contó a su padre que Cházaro encendió pasto seco para ahuyentar con humo a las avispas que comenzaron su panal en uno de los muros de la casa. El pasto, seco en exceso, tronaba y chispeaba, hasta que uno de esos tronidos elevo una rama encendida a la altura del techo de guano e hizo fuego de inmediato.

Los animales salvajes hacen todo por proteger a su prole, desde matar a quien los amenaza hasta morir por los suyos sin el mínimo arrepentimiento. En la ley cristiana, los hombres deben amar a su prójimo y perdonar a quien se arrepiente. Quien vive entre los dos mundos solo necesita una señal que rompa el delicado equilibrio.

Una fresca noche, Cházaro tocó la puerta de la casa nueva. Los hermanos se reencontraron luego de varios años.

—Vil, Traje hoy a Papá y Mamá a vivir conmigo.

—Chaz, estamos bien.

No dijeron más.

El tiempo pasó, las familias crecieron. Nuevas familias llegaron y formaron un ejido.

Mientras la campana suena llamando a misa para iniciar las celebraciones de San Judas Tadeo, el patrono del lugar, Wilfrido y sus nietos alegremente quitan el techo, tiran los muros y desclavan los cimientos de la segunda casa. En pocas semanas construyen una tercera hecha de bloques de hormigón.

Hoy día, los hermanos tienen por costumbre tomar aire fresco en las tardes. Hay viento, risas, recuerdos viejos y ningún rencor.


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