Hacerme pasar otra vez por la noche de mi muerte es una canallada. Perdóname nieta querida, pero ya que me has rescatado del olvido, después de tantos años, habría preferido que me hubieras recuperado en mejores circunstancias.

Revivirme para que te cuente qué sentí y qué pensaba en la noche que iba a morir, no se le hace a un abuelo. Ya sé que no me conociste pero no por eso dejo de merecer un poco de compasión. Pero en fin, no pienso regañarte. Ya que me has revivido con tu relato, voy a darte mi versión de mi vida, tal como la viví yo, y sí, también de mi muerte.

Esta foto que has puesto aquí no la entiendo mucho. Soy yo repetido hasta la saciedad y en distintos colores. Yo sólo he tenido una foto hecha en toda mi vida y me la hizo un fotógrafo para la ocasión. El caso es que la ocasión tampoco sé exactamente cuál era, no sé si era por la boda o antes de irme a hacer la mili, para que mi Julia no se olvidase de mí. El caso es que por extraño que parezca, sí que me reconozco en ella. No entiendo lo de las repeticiones, pero bueno, eso ya es cosa tuya, tú sabrás.

No sé cómo serán los hombres de ahora pero para mi época, yo no estaba nada mal, te lo puedo asegurar. Y la que estaba que rompía todos los moldes y los almanaques era mi Julia, tu abuela.

Una mujer que paraba la vida según iba ella acercándose a la gente. Era divina. Rubia, con ojos azules. Sí, lo sé, parece mentira. Yo tampoco me lo podía creer cuando la vi y menos cuando se casó conmigo. Pero es que además de guapa, a lista y a trabajadora, no le ganaba nadie. Y además, que me hizo padre de una niña preciosa, tu madre.

De la noche de mi muerte, te diré que tuve a mi Julia con veintisiete años a los pies de mi cama, sin dormir, cuidándome. A mi hija de seis meses en la cuna, a mi vera, chapurreando su primer “papá”. Que se me encoje el corazón al recordarla. ¡Ay mi Julia! mi mujer, mi compañera, mi amor. Nunca me atreví a decirle estas cosas a ella. Y es que los castellanos de mi época éramos así de reservados y los manchegos, ni te cuento. Retranca toda, pero zalamerías, ninguna.

Muero el 7 de julio de 1937, ¡quién me lo iba a decir a mí! Todo sietes. Mi número de la suerte. Además, que si sumas todas sus cifras sigue sumando siete. Es increíble. Siempre me gustó el número siete.

Nací en 1909. Sí, no eches números, que ya los hago yo. Veintiocho años, sí. Joven, demasiado para morir. Manchego – ya lo he dicho- y labrador. Labrador, campesino, agricultor, como se diga ahora.

Fui al colegio y aprendí a leer y a escribir y las cuentas me gustaban una barbaridad. Mi profesor me regaló un libro de problemas para mis ratos libres, ¡y qué buenos ratos pasé con ese libro! Me habría encantado seguir con los números, pero cuando no se puede, no se puede. Ya sé que tu madre sí que estudió. Qué lista también, qué orgulloso estoy de ella y de mi Julia que supo darle dos carreras, cuando las mujeres no estudiaban y menos en La Mancha y siendo hija de campesinos.

Yo siempre fui un hombre de paz y lo que estaba pasando en este país no podía entenderlo. Guerra civil, la llamaron, pero ¿qué es eso de enfrentarse hermanos contra hermanos? ¿pero eso dónde se ha visto?

Mi mayor hazaña — aparte de casarme con mi Julia y de ser padre, fue hacer la mili en Granada. Tres años de mili. Tres años en Granada cambian el alma a cualquiera.

Como en 1929 el rey declaró a Granada conjunto artístico-cultural, a los que hicimos la mili entre 1927 y 1930 y que sabíamos manejarnos con la tierra o con la carpintería o con la albañilería nos destinaron a Granada. Porque Granada era muy bella pero necesitaba mucho trabajo para sacarle todo su esplendor.

A mí me destinaron a los jardines del Generalife ¡Qué bendición más grande! Y pensar que cuando me dijeron que iba a hacer la mili tan lejos de mi casa, tan lejos de mi Julia, maldije mi suerte y mira después, no me podía creer lo bueno que fue aquello para mí. Trabajé muy duro, sí pero aprendí muchísimo. Aprendí a manejar las aguas, las semillas, las plantas, las tierras, los estiércoles y hasta los animales de otra manera, como con más cuidado, como menos agresivo para el campo. Aprendí muchas palabras nuevas como “amigadura”, “acogombrar”, “mugrón”… Y tuve la gran suerte de tener como sargento a un hombre sabio, agricultor también, que me hizo apreciar las buenas prácticas agrícolas del pueblo árabe y hasta me llegó a enseñar un libro de Agricultura de un tal Ibn Al Awan o algo así, donde insuflaba el deseo de perfección en el cultivo, el intento de utilizar todo el suelo y toda agua. El amor por las plantas. El gozo de ser agricultor, vaya. Jamás me había sentido yo más orgulloso de ser agricultor como en Granada con esos grandes sabios enseñándome.

Pero lo que más siento de todo es no haber cumplido la promesa que le hice a mi Julia. Yo quería haberla llevado conmigo a Granada. Lo que hubiera disfrutado ella, las canciones, los dulces, las especias, las plantas, las flores, el Albaicín. Yo creo que hubiéramos vivido en el Albaicín, en una casa encalada de blanco, como la que tenemos aquí, pero con un balcón mirando a la Alhambra.

En todas esas cosas pensé en la noche de mi muerte y en que debí pensar más en mi Julia y en mi Aurelia bonita antes de beber esa agua tan fría que me llevó para siempre.

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