«El último de la fábrica»

«El último de la fábrica»

Miguel Carrasco

24/04/2017

Aquella mañana el abuelo se dirigió hacia la cocina ajeno a que su felicidad se vería truncada horas más tarde por una triste revelación.

—¡Anda, que hoy es tu cumpleaños!—le dijo su mujer, Mariana, dándole un abrazo.

Sus tres hijas y sus nietos llegaron a la hora de merendar y tomaron asiento alrededor de la mesita del salón.

Después de abrir los regalos, el anciano aprovechó un silencio y preguntó:

—¿Vamos a ir a Madrid? Estoy deseando probar la alta velocidad.

—A Madrid quiere ir el mozo—respondió su mujer burlona dando una voz desde la cocina.

—Otro día, papá.

—Bueno, pues vamos el año que viene—El abuelo arrastraba las palabras—. ¿Vendrá Felipe? ¿Qué hora es…? Me extraña que no esté aquí. Siempre es puntual.

Mariana salió de la cocina.

—¡Tu estás fatal!—le reprochó—. Felipe murió hace dos años. ¿No te acuerdas que fuimos a su funeral?—y sin que su marido advirtiera el dedo sobre la sien, le susurró a su hija mayor:— Tiene la cabeza perdida. Cada día está peor.

—¿Manuel tampoco va a venir?

—¡Que ya no queda ninguno de la fábrica! Eres el último, hijo mío.

—Pero si ayer estuvimos charlando en el bar…

—Sí, en el bar… Este se cree que va a cumplir cuarenta años.

—¿Cuarenta…? ¿Cuántos cumplo?

Mariana no le respondió. Entró en la cocina y salió al momento con la tarta. Una amplia sonrisa se dibujó en el rostro de la anciana al dejarla sobre la mesa.

El abuelo reconoció el número de las velas al instante.

—Ochenta y ocho años— murmuró para sí, y se miró las manos arrugadas y temblorosas. Un escalofrío recorrió su espina dorsal e hizo que se le erizaran los bellos de los brazos. ¿Cómo podía ser? Ochenta y ocho años… Se sentía como si le hubieran robado media vida; como si se hubiera convertido en un anciano decrépito de la noche a la mañana. —… Son muchos años… Demasiados. ¿Qué ha sido de Cristóbal?

—¡Que están todos muertos!

El abuelo miró el pastel durante largo rato sin ver nada. ¿Cuarenta años…? Recordaba cada detalle del día en que los cumplió… Lo celebraron en la feria y estuvieron todos…. ¿Todos muertos…?

—¿Cómo van a estar todos muertos…?— Sus hijas y sus nietos comían el pastel ajenas al shock que le había provocado al abuelo tomar conciencia de que todos sus amigos hubieran fallecido. Tampoco le escucharon. Conversaban sobre el lugar donde pasarían las vacaciones de verano.

La ventanilla del reloj de cuco se abrió y el pajarito cantó las cinco.

—¿Solo yo sigo vivo…?—insistió el abuelo al cabo de un rato. Le aterraba la idea de ser el próximo en morir. Sentía como si una fuerza inmisericorde le empujara hacia el abismo de un precipicio.

—Venga, anda, cómete el pastel.— Mariana le metió una cucharada en la boca y él, todavía absorto en sus pensamientos, ni se inmutó.

Estuvo ausente toda la tarde. En cuanto se fueron sus hijas escribió en un papel “El último de la fábrica”. Lo leyó una y otra vez para no olvidarlo, y llegó a la conclusión de que su mujer debía estar equivocada. Algunos de sus amigos probablemente habrían fallecido, ¿pero todos? ¡Si Jesús tenía veinte menos que él y una salud de hierro! ¡No lo podía creer! Tragó saliva y se arrulló nervioso en la mecedora.

Llegó la noche y su cabeza siguió dando vueltas a la misma idea. El próximo sería él. ¿Cuánto tiempo le quedaría? ¿Un año, un mes, acaso un día? El corazón le palpitó con fuerzas y un sudor frío se apoderó de su cuerpo. Se levantó de la cama mientras su mujer, también octogenaria, dormía profundamente, y se sentó en el sillón del salón. Contempló abatido la fotografía de su boda y notó como si una losa le aplastara el pecho.

No quería dormir, no quería morir y, sobre todo, no quería vivir con miedo.

El péndulo del reloj se movía incesante de un lado a otro marcando el armónico ritmo del paso del tiempo. Las agujas señalaban las once menos cuarto.

Entró a hurtadillas en la habitación para coger la cartera y volvió a salir. Comprobó que llevaba dinero suficiente en su interior para cualquier imprevisto y salió a la calle cerrando la puerta con sigilo para no despertar a su mujer.

Solo cuando se vio reflejado en el escaparate de una frutería cayó en la cuenta de que iba en bata y babuchas. “¿Qué más da?”, se dijo.

La luz de las farolas se difuminaba en la niebla que invadía la avenida. Algunos bares todavía estaban abiertos. El abuelo pensó que a tales horas solo debían deambular borrachos y gente indecente.

Anduvo por las callejas del barrio hasta que se perdió.

Vio a lo lejos un taxi y lo llamó. El taxista disimuló verle volviendo la mirada. A aquellas horas un anciano en bata sólo podía complicarle el día.

—¡Eh, taxi!—gritó el abuelo invadiendo la carretera.

El taxista no tuvo más remedio que aminorar la marcha y parar.

—¿Tiene prisa? ¿Se ha perdido? ¿Llamo a la policía…?

—Nada de eso. Llévame a la calle Feria.

—Bueno…, suba…

El abuelo se metió en la parte trasera del taxi.

—¿Qué pretende por allí?-le preguntó el taxista en cuanto se sentó.

—Preferiría hacer el camino en silencio.

—Esta bien…

El abuelo quería ordenar sus ideas, aunque le parecía una tarea imposible. Se sentía como si le hubieran despertado de un largo letargo. ¿Cómo había podido vivir tanto tiempo sin ser consciente del paso de los años? “Seré el próximo en palmar—pensó—. Ahora estoy solo con la parca en un duelo donde ella es la segura vencedora”. Tragó saliva y notó sus manos heladas.

Pagó al taxista con un billete de cincuenta euros y se apeó sin aceptar el cambio. Conocía el centro de la ciudad como la palma de su mano. Avanzó por el acerado al paso más raudo que su artrosis le permitió hasta que llegó a la casa número seis. La fachada seguía igual que hacía cincuenta años. Llamó al timbre y la puerta no tardó en abrirse.

Una mujer asomó la cabeza por la hendidura.

—¿Qué desea? Lo siento pero no podemos hacer ninguna donación.

—No cierre, por favor. No vengo a pedir nada. Disculpe mi atuendo. ¿Conoce usted a Jesús Carrizo?

—Mi padre.

—¿Podría verle? Fuimos compañeros en la fábrica. Él era mi encargado.

—¿Es usted de la fábrica? Lo siento mucho, caballero. Murió hace cinco años, ¿no lo sabía?

—No sé si lo sabía… ¿Alguien más de la fábrica sigue vivo?

—Eran todos muy mayores…. ¿Se encuentra bien…?

—No se preocupe.

—¿Necesita ayuda?

—De verdad, no. Adiós.

Sin saber hacia dónde el abuelo siguió andando. La llovizna le salpicaba el rostro y desdibujaba la oscura calle. ¿Por qué iba su mujer a engañarle? Todos sus amigos habían fallecido. Sería el siguiente… La angustia le hizo un nudo en la garganta.

Entró en el bazar y le pidió al dependiente una botella de brandy. Al salir del establecimiento tenía claro adónde ir. El lugar se encontraba a una caminata. Andó decidido, dando un trago a la botella cada pocos metros, hasta que se sintió indispuesto. Por sus venas circulaba demasiado alcohol.

Consiguió llegar a la parada de taxi más cercana y le pidió a un taxista que le llevara a la la estación.

—¿A la estación…?

—Por favor, vivo por allí. Me encuentro mal. Le pagaré ahora mismo.

—Está bien—accedió el taxista dubitativo—, pero págame veinte euros por adelantado.

Sin fijarse en los billetes, el abuelo cogió un fajo de la cartera y se lo dio.

—Quédese el cambio, no lo necesito. Solo le pido que haga la carrera en silencio, ¿vale?

—No se preocupe. Procure usar la bolsa si necesita vomitar.

El abuelo bajó del taxi en el puente antes de llegar a la estación. Se fijó en los raíles y el coraje le emocionó. No estaba dispuesto a esperar que la muerte le visitara. Se enfrentaría a ella. La sorprendería y así no le haría sufrir. Vencería a la muerte si era él quien decidía cuándo sería el encuentro… ¿Y por qué no ahora?

—Quiero ir a Madrid— le dijo a la muchacha de la recepción. Ella le miró con recelo y él añadió:— ¡Qué pasa! ¿No le parezco mayor de edad?

—Disculpe, señor. Ahora mismo le doy su billete. ¿Alta velocidad?

—Sí, la más alta.

—El último sale a las una. Tiene solo diez minutos.

—¿Diez minutos…?

Bajó al anden cinco. Varios jóvenes esperaban la llegada del tren. Se quedó detrás de ellos, aguardando el rugido de la máquina.

¿Cuánto tardaría en morir? Sería inmediato, fulminante.

Pronto oyó el rumor de la muerte. El tren se acercaba a una velocidad que jamás hubiera imaginado. El silbido se transformó en un estruendo y aquello acució sus nervios. No quería pensar ni sentir el miedo atroz que le paralizaba las piernas y le descomponía el vientre…

Recobró el valor y dio un paso, y luego otro, y otro más; hasta situarse en el filo del anden. Sólo tenía que lanzarse. Oyó el eco vibrante del tren al entrar en la estación y el estrepitoso zumbido que reverberaba anunciando su eminente suicidio.

Al asomarse vio los focos de la bestia.

Solo tenía que saltar y todo acabaría.

Cerró los ojos, respiró profundamente, flexionó las rodillas para tomar impulso y sintió cómo le envolvían las trémulas alas de la muerte…, pero cuando quiso lanzarse sus piernas no respondieron; y entonces le invadió una paz absoluta. Acababa de morir, acababa de vencer, acababa de entender que la muerte tampoco era para tanto… ¿Por qué temerla?

Cuando volvió a abrir los ojos una puerta se deslizó frente a él. Desdobló el papel que apretaba en su mano y lo leyó por última vez: «El último de la fábrica». Luego lo arrojó al suelo con desdén y con una mueca de satisfacción siguió a los jóvenes que acababan de entrar en el vagón.

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