A primeros de octubre se presentó en la casa de la familia de Juanilla un joven que vestía como la gente de la ciudad: traje de tweed marrón y camisa blanca. Se trataba de un profesor. Habían habilitado una casa abandonada como escuela y la daba a conocer para que los niños del pueblo asistieran. El padre de Juanilla, en presencia de ella, alegó que, además de ser niña, tenía quehaceres que no podía desatender. Ella, enfadada, se encerró en su cuarto para ahogar el llanto con la almohada. Durante resto el día se negó a salir. Solo permitió que su madre entrara para darle las buenas noches y rezar con ella.

 Juanilla se levantó el día siguiente antes del alba para hacer las tareas que tenía encomendadas: ordeñar la vaca, recoger los huevos de las gallinas ponedoras y barrer el establo. Al terminar, cogió las tijeras de esquilar y se cortó su pelo rubio y muy rizado. Después se puso los ropajes de su hermano, que por desgracia les había dejado el invierno anterior por culpa de una tuberculosis. El pantalón de pana negro le quedaba ancho. Lo solucionó con una soga a modo de cinturón. La camisa de lino era amplia, lo que agradeció; así pasarían desapercibidos sus incipientes pechos. Después de dar por concluida su transformación se dirigió hacia la escuela.

Al entrar, los niños se giraron en sus pupitres. Permanecieron mudos al principio, pero cuando se percataron de quien se trataba, soltaron unas estruendosas carcajadas. El profesor, muy serio, los mandó callar mientras señalaba un sitio cerca del encerado para ella. Juanilla le sonrió y se sentó sin hacer caso a las risitas que todavía se escuchaban.

Su padre, al enterarse, la castigó con tareas más duras, algunas denigrantes para su edad, como limpiar los excrementos de las vacas y las porquerizas. Se comió la rabia como si de vómito se tratara, y aguantó los castigos con estoicismo. Nada ni nadie la impedirían que asistiera a clase. 

Con el tiempo, tanto los castigos como las risas remitieron. Creyó que todos, sobre todo su padre, habían asumido que no era una niña como las demás. Eso sí, aunque los trasquilones se le igualaron, desde entonces la apodaron: ‘Juanilla pelopaja’.

Llegada la fiesta anual, se enteró que tendría lugar algo inaudito para un pueblo tan alejado que las habladurías eran las únicas noticias que llegaban del exterior. Después de la procesión de la virgen hasta la ermita y la consiguiente comida en la pradera, habría un espectáculo circense que le provocó una ansiedad desmedida.

Cuando volvió de la comida, comprobó que en un lateral de la plaza había un carromato destartalado cubierto por una lona cosida una y mil veces, y frente a él, a modo de escenario, una tarima quejumbrosa que solicitaba imperiosamente que la jubilaran. Juanilla, al igual que el resto, se acercó con una silla y se sentó junto a sus padres.

El bullicio copaba la plaza cuando, lo que parecía una mujer, irrumpió traspasando la lona. Arrastraba unos faldones, mientras que con una manta liada impedía que la vieran de cintura para arriba.

Juanilla abrió los ojos y la boca al máximo; mueca que se contagió a todos. Cuando la curiosidad estaba a punto de estallar en su pecho, la mujer se desprendió de la manta para mostrar una abundante barba pelirroja, y que, junto a una melena morena y rizada, ocultaban unas facciones poco agraciadas. Juanilla vio cómo las caras de quienes le rodeaban formaban un collage de expresividades: asco, sorpresa, risa; sí, sobre todo risas. En cambio a ella se le arrugó el corazón por la pena.

Después de aguantar los ojos clavados en su apariencia, la señora se retiró.

Volvió a abrirse la lona y esta vez apareció un hombre fornido con unas pesas de hierro que subía y bajaba con sus musculosos brazos. Su calva reflejaba el sol del atardecer. Lucía bigote engominado acabado en punta. Vestía una especie de bañador de cuerpo entero a rayas blancas sobre fondo azul y unas botas negras hasta las rodillas. Dejó las pesas sobre la tarima y propuso a uno de los pueblerinos a que subiera e intentara levantarlas. Juanilla sonrió al ver cómo su vecino solo las alzaba unos pocos centímetros. Después de agradecer el intento al invitado, el forzudo levantó de nuevo las pesas como si fueran de paja, lo que arrancó los aplausos del público. Luego hizo la reverencia y desapareció unos segundos, los justos para salir de nuevo con un enorme baúl sobre la cabeza. Lo depositó en el centro del escenario y se fue.

«¡Qué habrá dentro?», se preguntó Juanilla. De repente el baúl tembló, como si tiritara, lo que la arrancó un chillido, al que se sumaron otros. El movimiento se detuvo por poco tiempo. Tembló de nuevo, esta vez de forma brusca. El candado con el que habían cerrado el baúl saltó por los aires y se abrió la tapa. Juanilla se tapó la boca para evitar que se le saliera el corazón cuando emergió una mano del baúl. El hombre sentado delante de ella se cayó de la silla. A la mano le siguió el brazo, una pierna, otro brazo, otra pierna y finalmente la cabeza. Se trataba de un joven con pelo moreno y tez blanca que, despacio, salía para mostrar al completo, ataviado con un negro pijama ajustado, su delgaducho cuerpo, un cuerpo que parecía de goma. Juanilla aplaudió con frenesí cuando el muchacho hacía una reverencia hasta rozar con la cabeza la punta de sus pies. Del mismo modo que surgió, volvió a introducirse en el baúl, antes de que el forzudo lo cogiera y se lo llevara.

Al cabo de unos minutos, los tres artistas salieron para despedirse y pedir unas monedas. Juanilla rogó a su padre para que les diera algo, pero éste se negó.

Al día siguiente, Juanilla pelopaja había desaparecido. Sus padres encontraron una nota en la almohada de su cama en la que rezaba que había decidido huir junto con aquellos personajes circenses.

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