Esta no fue mujer de un solo amor. La frase resonó en mi mente la primera vez que vi una foto de la Tita. Sentí alivio. Una sonrisa se dibujó en mi rostro. ¿Había encontrado por fin el eslabón perdido? No me atreví a pronunciar estas palabras en voz alta. Matilde Dorothea Lange Hörmann, más conocida como la Tita, era mi bisabuela materna. Y hay cosas que está prohibido decir de las mujeres de la familia. Misteriosa ancestra. Intento conocerla con la esperanza de descubrirme en ella. Solamente he conseguido teselas de su vida, pedazos de mosaicos entregados por diferentes familiares, trocitos de la frágil imagen de un caleidoscopio. Y sobre todo he encontrado muchos silencios.

La Tita nació en Chile. Viajó a Europa muy joven y se casó con un alemán. Se trasladaron a una hermosa casa en Prühlitz, localidad situada a cien kilómetros del Berlín de los años veinte. Mujer de raíces germanas, chilenas y bolivianas. Imagino que esa preciosa mixtura encandilaba. Poseía una belleza que claramente no heredé. Sí me reconozco en su marcada tendencia a gozar la vida y en varias de sus aficiones. Mi bisabuela organizaba fiestas con intelectuales y artistas. Cantaba Lieder tocando el piano. Dicen que Berthold Brecht estuvo en una de sus veladas. Dicen. Y me encanta creerlo. La Tita obligaba a una de sus hijas a tomar clases de pintura, pues el profesor le parecía guapo. Dicen. Me quedo pensando si yo alguna vez he llegado a esos extremos por un hombre y concluyo que he hecho cosas peores. También dicen que se convocaban obras de teatro junto a la laguna de la casa. Cuando viajé a Alemania en búsqueda de esta historia, me pareció aquella laguna harto más pequeña de lo que relataba mi abuela, aunque igualmente mágica. La Tita alojó en el jardín a un grupo de familias gitanas. Dicen. ¿Provendrá de tal evento mi fascinación por los pueblos romaníes del Este? Dicen además que la crisis de 1929 afectó la economía familiar. Dicen. Dicen. Dicen. Dicen muchas cosas, pero más me interesa lo no dicho. En el silencio también habitan voces. A mi bisabuela le gustaba ser fotografiada. Tengo certeza al revisar sus retratos. Miraba sin miedo a la cámara. Estoy convencida que nunca temió que alguien fuese capaz de robarle el alma. En una foto la veo sentada con un can y no sé por qué pienso en “La Dama del perrito” de Chéjov.

Crecí escuchando la historia sobre el regreso en barco de la Tita y sus hijos a Valparaíso. Me contaban que ella sufrió la dolorosa experiencia de ser despojada de sus bienes a causa de la guerra. La casa había quedado en tierras de la Unión Soviética. Se atribuía a este evento el que las mujeres de mi familia cultiven hasta hoy una severa austeridad. Sin embargo, siendo yo adulta aparecieron otras teselas contradictorias. Oí por ahí que mucho antes de la guerra la Tita dejó a su marido, se estableció en Berlín y luego viajó a Latinoamérica. Perdió su dinero estafada por un contador de quien alguien mencionó que “quizás fue algo más que un amigo”. Es difuso ese período. Está cargado de silencios. Me enteré luego que pasado el tiempo, fueron los nazis y no los soviéticos, quienes se apoderaron del terreno en Prühlitz. Muchos eventos sucedieron antes que la casa quedara situada en territorio de la República Democrática Alemana, aunque de manera sincrónica, esa misma casa navegó hasta Chile en el alma de la menor de los hijos de la Tita, mi abuela Cristina. Por alguna razón que desconozco, esa niña decidió responsabilizar a los soviéticos y no vincular a su madre con la causa del alejamiento definitivo del padre y del hogar de la infancia.

La época posterior al regreso a Chile se vuelve brumosa. Comprendo entonces que solamente puedo reconstruir una Tita Caleidoscopio, una imagen frágil a cualquier movimiento. Una figura pasajera. Un fragmento que al reflejarse en espejos arroja la ilusión de un mandala. Cada integrante de mi familia mira por el agujero del caleidoscopio con la magia de tener una verdad completa de mi bisabuela. Solo por un momento.

Y esta es la historia que yo me he creado: Una noche, la Tita salió al jardín de la casa en Prühlitz, tentada por la música de un festivo violín. Una gitana ofreció leerle la suerte a cambio de todas las naranjas del parque. A través de la palma de su mano, le anticipó que vendrían tiempos terribles, que volviese a sus raíces latinas, a tierra segura. Que dejaría a su marido, pero que cada nuevo amor sería un renacimiento. Que no temiese ser ella misma.

Me quedo por ahora con este relato. Tampoco soy mujer de un solo amor y defiendo esta opción. Con su pasión por el arte y la vida, Matilde Dorothea cultivó una forma de estar en el mundo que me resulta muy cercana. Pero por sobre todo me quedo con esta historia, porque estoy convencida que esta imagen es un mandala pasajero que respeta la complejidad de mi bisabuela. Cuando termine este relato, al girar el caleidoscopio, con solo ese sutil movimiento, la Tita se convertirá en una nueva mujer.

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