Josefina había crecido en una familia modesta y trabajadora. Se había convertido en una muchacha muy alegre, conversadora y extrovertida.

Teobaldo era todo lo contrario. Será tal vez por ello que basándose en el principio de que los opuestos se atraen, es que al conocerse se enamoraron y decidieron unir sus vidas.

Los primeros tiempos de matrimonio de Josefina y Teobaldo fueron de gran bienestar y se colmó con la llegada de Ubaldina, su primera hija.

Desgraciadamente llegó la guerra. Durante la ausencia de su marido Josefina se convirtió en un espectro más aún cuando luego de mucho tiempo sin novedades un telegrama anunció la fatídica noticia de que Teobaldo estaba desaparecido.

En casa de Caterina, la madre de Teobaldo, se había instalado un pesar constante. Ubalda, que era una niña, se criaba en la tristeza, el silencio, las lágrimas. Josefina pasaba largas temporadas en cama, a oscuras, presa de un dolor de cabeza que no disminuía a pesar de los medicamentos.

Todo cambió un cálido día de Julio cuando tocaron a la puerta. Josefina, creyendo que se trataba de Ubalda que volvía más temprano de la escuela, abrió distraídamente. Su sangre se detuvo y su semblante palideció por completo. Con el rostro ajado, el uniforme colgado de los hombros, pegado el barro todavía a sus botas y en su mano huesuda y sudorosa una estatuilla de un mono de bronce estaba Teobaldo.

La historia de la estatuilla tiene un origen nefasto con final feliz. Cuando el hambre acechaba día y noche; perdidos en lugares desconocidos, aislados de toda ayuda,el batallón desertor de Teobaldo se vio obligado a asaltar un tren de carga buscando provisiones.

Desgraciadamente el tren solo transportaba piezas únicas de bronce macizo representando a animales de la selva.

Por sus conocimientos del arte, con impensado optimismo, Teobaldo supuso que podían ser mercancía de cambio en el primer pueblo al que llegaran, con convicción de que todos valorarían tal perfección.

Así, cargando casi la mitad del peso de su débil cuerpo caminó kilómetros en un despoblado interminable.

Cuando logró vender las figuras en el almacén de un pueblo perdido y recibió un escaso valor por dos de las tres estatuas porque, a pesar de toda lógica y del hambre, no pudo desprenderse de la figura del mono que decidió conservarla para siempre.

Es pedazo moldeado de bronce fue su baluarte en tiempos difíciles y su orgullo en tiempos mejores, lo único que dejó de herencia, encerrando en esa imagen toda una vida, toda su historia. Años más tarde cruzaría el océano con él en su maleta de cartón y presidiría el hogar de sus descendientes hasta el día de hoy como símbolo de coraje y orgullo.

El reencuentro familiar fue maravilloso. Otra vez el amor, la compañía, los proyectos, un nuevo hijo, el varón, el que transmitiría el apellido, su Aldito…

Pero poco duraron esos días felices. Teobaldo estaba obsesionado con la postura del gobierno, odiaba con todas sus fuerzas a Mussolini y su fascismo. Se pasaba horas enteras en la cantina planificando con sus amigos la ida a América.

Finalmente, con la ayuda económica de su madre, Teobaldo partió en busca de una vida mejor.

Josefina vivía triste. Su único consuelo era cuando llegaban cartas de Teobaldo. . En ellas Josefina podía reconocer la ansiedad de su marido por lograr conseguir trabajo, dinero y un lugar agradable para ella y sus hijos, pero también sentía que Teobaldo pretendía demasiado y que eso implicaba demorar cada vez más su reencuentro.

Su suegra desde un primer momento estuvo en desacuerdo que su hijo se fuera solo a América y si finalmente había accedido, seguía repitiendo la frase: “la América lleva pero no retorna”.

Por ese presagio es que finalmente, a pesar de que su decisión implicaría no ver más a sus nietos Caterina decide ayudar a Josefina a reencontrarse con Teobaldo.

El barco que llevó a la familia a su ansiado reencuentro partió del puerto de Génova una tarde de invierno, lloviznaba, y mientras se alejaba del puerto la imagen de la anciana abuela se iba velando por sus lágrimas, reflejándose en ese rostro arrugado el intenso dolor por la partida de sus nietos.

Volvió a Florencia callada, en el mismo tren que horas antes había compartido con “sus niños” entre bullicio y caricias. El silbido de la locomotora dio la señal de partida. Se acomodó en su asiento sin dejar de pensar en todos aquellos años viéndolos crecer, con las alegrías y las amarguras vividas. Se envolvió en una gruesa manta de viaje y adormecida, sin lágrimas, imaginó que los estaba abrazando.

Mientras tanto a bordo del transatlántico los sentimientos de los tres pasajeros de la familia eran totalmente diferentes.

Josefina a pesar de su angustia y nostalgia estaba ilusionada por volver a ver a Teobaldo y no pensaba separarse nunca más de él. Ubalda como adolescente soñadora imaginaba que en América conocería a su príncipe azul, aquel que protagonizaba las novelas que leía día y noche. El pequeño Aldito, con sus solo cuatro años, solo pensaba en divertirse, saltar por las escotillas, observar de cerca a los señores de primera clase, lograr llegar hasta el timón de ese enorme barco.

Luego de una larga su travesía llegaron al puerto de Buenos Aires.El bullicio era intenso y extenuante. Todos querían subir a cubierta inmediatamente, sin saber hasta ese momento que el turno de la tercera clase debería aguardar horas hasta pisar la tierra.

Teobaldo había permanecido parado en el muelle durante todo el día sin comer ni beber una gota de agua. Las flores que le había comprado a Josefina se habían marchitado y los bombones para sus hijos estaban derretidos en el bolsillo de su traje por la larga espera. Pero todo ese pesar, tuvo su recompensa al solo verlos correr a su encuentro, sintiendo que tantos años de ausencia se esfumaban en ese maravilloso abrazo.

En el cuarto del conventillo de San Telmo donde sería su hogar los esperaba el mono de bronce.

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