¡Yo soy el instrumento de Dios! Eso es lo que el reverendo gritaba cuando comenzaba su sermón, mientras su rostro se encendía y sus ojos proyectaban rayos justicieros entre la concurrencia, que entre excitada y aterrada le escuchaba todos los domingos.

Tabby, sentado junto a su madre y hermanos en el primer banco, reservado para la familia del pastor, pensaba que odiaba los domingos, pero no tanto como a su padre, aunque si alguien le preguntara el porqué, no sabría contestar.

Quizá fuera porque no soportaba ver como su madre abandonaba lo que estuviera haciendo, cuando a las siete, oía abrirse la puerta y el pastor entraba en la casa. Ella solícita y temerosa le esperaba en la puerta de la cocina, con las manos juntas y un ruego en la mirada. Después cuando él entraba en su despacho regresaba a terminar la cena o remendar calcetines hasta las ocho en punto, cuando salía del despacho y se sentaba en la gran mesa de la cocina, y ella se afanaba por servir lo más rápidamente posible.

O quizá fuera porque las noches de los sábados, Tabby, aunque lo intentara no conseguía dormir. Permanecía despierto, entre los ronquidos de sus hermanos, hasta que escuchaba en la habitación de al lado, los sollozos entrecortados de su madre, y los gruñidos que lanzaba el pastor. Había noches en que los sollozos de ella subían de intensidad y Tabby sabía que a la mañana siguiente, un moratón aparecería en su mejilla, o quizá un labio partido, que intentaría ocultar.

Tabby sabía, aunque nunca hubieran hablado de ello, que sus hermanos también le odiaban. Lo sabía al mirar a Noah, cuando su padre se burlaba de él. No sabía por qué, siempre conseguía enfurecer al pastor. Él chico no lo hacía a propósito, procuraba no andar cerca de él cuando se encontraba en la casa, quedarse en la habitación que compartía con sus hermanos, salir al porche a terminar sus trabajos… pero siempre había un motivo por el que su padre le recompensaba con un comentario ofensivo ¡En qué estaría yo pensando cuando preñé a tu madre! Era el más suave de ellos. Su hermano se tragaba las lágrimas y comía con rapidez, deseando poder levantarse.

Preston miraba a Tabby con una advertencia en la mirada, y tocaba la mano de Noah con disimulo, pero nunca decía nada. Había dejado de comunicarse con ellos el primer año que su padre le envió a estudiar Teología. Quería que continuara su camino ¡Debía continuar su camino! Era el más inteligente, eso es lo que le dijo. Preston protestó en la cena (Y Tabby pensó que el pastor le mataría con una sola mirada). Él quería ser veterinario, se le iban las horas limpiando las pezuñas de los caballos, o cepillándoles. Le encantaba estar con los perros, curaba a los polluelos que caían de los nidos, los alimentaba y soltaba cuando ya podían volar. Por eso protestó con inusitada energía aquella noche. La protesta acabó cuando el pastor le llevó a su despacho, y media hora después, Preston salió sollozando de allí. Al mes siguiente, se marchó a Richmond a un internado, donde perdió la poca fe que tenía y la virginidad de su orondo trasero.

Por todo ello, Tabby sabía que sus hermanos odiaban a su padre tanto como él, pero, nunca supo el motivo de Linda Lee.

Linda Lee su única hermana, dos años mayor que él, era una belleza sureña, bella como lo había sido su madre; había sido divertida desde que nació, le gustaba imitar a las actrices de los films que el pastor les permitía ver en el viejo receptor que mantenía apagado y que solo encendía una vez al mes.

Los abrazos y besos que les prodigaba acabaron cuando cumplió los trece. Tabby achacó el cambio de carácter al comienzo de la pubertad, ya que el pastor, todos los viernes se llevaba a Linda Lee a su despacho para tener, aquellas charlas, en las que le advertía de lo que le podía pasar si dejaba que algún muchacho le levantara la falda…

El caso es que ella nunca les contó porqué le odiaba, se lo llevó a la tumba una mañana, cuando dejó que la sangre fluyera de sus venas en una sucia habitación de hotel de Savannah, después de una noche de alcohol y sexo con dos marineros suecos.

En cuanto a su madre no sabía si ella le odiaba, pero el día en que los cuatro unidos como si fueran siameses, acompañaron al viejo hasta la puerta de la casa y le dejaron claro lo que le ocurriría si volvía asomar su puta cara por allí, ella se sentó en la mecedora y mirando a sus hijos, uno a uno, sonrió satisfecha y les dijo “Vosotros sois mi instrumento”

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