La sombra de los rascacielos de Abidjan, esparcían ahora su sombra lejos de su puesto de pescado, en pleno mercado callejero. La presión urbanística de los nuevos ejecutivos marfileños, les empujo a las calles de la pobreza, al barro en los pies. El fruto del mar, comenzó a escasear, capturado por los grandes buques de la tierra prometida. Las doradas agonizaban en otro rumbo, y el pez capitán, ascendió de rango, pese mantener demasiadas espinas. El viaje diario a la capital, desde Agboville, dejo de ser sustento para ambas. Adjo (o Jojo cariñosamente) y su madre se reinventaron. La juventud busco un internamiento con los nuevos ricos, y la madurez mantuvo los quehaceres en su origen, con los mismos utensilios, a expensas de lo que se dejara caer desde la lonja. La bolsa de la vida, les siguió marcando mínimos.

Llevaban años de mutua soledad, de viudedad y hermanas de vidas desaparecidas. Las redes sociales para su búsqueda, no tenían lazos con la pobreza, solo la voluntad de Dios les procuraría un regreso, efímero quizás. Un Dios venerado en la misa dominical, en cuyo coro, Jojo era ahora la voz solista, pues sopranos y mezzosopranos se buscaron otros altares. Su madre le sugirió otro repertorio, en otras latitudes.

Eleanore y Mael, completaban con Adjo un trío atípico en la infancia, tres amigas, dos futuras mujeres prototipo del hombre africano, y una gimnasta rusa muy pigmentada. Las dos primeras encontraron destino, en Túnez y Marsella, y allí se procuraron marido. El arraigo no daba pasajes y el cuerpo enjuto no era celestino; la edad no se aliaba, pero la amistad vinculante, por encima de la sangre, haría el resto. Cada noche la ultima petición tras la plegarias, era la misma:

-«Rapelle-toi de moi». (0)

Eleanore regresó como una mujer con éxito. Prendó a un tunecino, al que perdió el rastro, pero aprendió de sus negocios. Pasó de ser interna en las casas de los pudientes, a la preferida del agente de colocación, y por fin, la «Madame». El primer paso lo iban a dar juntas, el segundo para cruzar el charco, tardaría algo más, y sería con la mano tendida de Mael. Era cuestión de dinero, exactamente el precio de un billete de avión a Túnez sin escalas. Eleanore lo compraría, cuando algo más de la cuantía estuviera en poder de Adjo. Previeron llamadas pautadas, una fecha, una forma de envío, una excusa de entrada, una reserva de hotel ficticia y un trabajo. Tan solo quedaban dos cosas en manos de Jojo, conseguir varias contraseñas de dos cifras, para camuflar en el pasaporte, euros; y no menos importante, pagarle a la llegada.

Sellado el acuerdo y ya sin testigos. La «maman» recontó sus ahorros y pregunto por el cambio, en la «Bureau de change». Antes de la primera comunicación mostró su fortuna a su hija, era el precio de un vestido de novia. El despegue estaba en camino. El billete llego a un mail creado al efecto. La impresora del locutorio dibujó estelas desérticas. Las lágrimas de ambas crearon un oasis a sus pies, dulces aguas para la sed del futuro.

La cola del control de pasaportes se antojaba kilométrica, su velocidad distaba de lo ideal. Un primer agente daba un vistazo rápido, abría el paso y gesticulaba a los de las cabinas, aprobando o desaprobando, y los segundos sentenciaban o absolvían. El porcentaje fue halagüeño, hasta la llegada a la primera valla. Los euros se minoraron disimuladamente, a la vez que un conato de desacuerdo en el siguiente filtro provocó el amotinamiento. Adjo accedió al segundo aduanero, pero las contraseñas habían desaparecido y con ello rompieron su reserva de hotel, su invitación de boda ficticia y sus ilusiones.

La carga policial les empujo a una puerta de embarque, y paulatinamente el cordón policial prescindió de efectivos, según ocupaban plazas de regreso a la tierra marfileña. Aún así, el deseo era mayor que el fracaso. Nuevas alianzas se consumaron en los pasillos aéreos del trópico de Cáncer. Los caminos secudanrios suplirían el desengaño.

Grand-Yapo les proporciono el chófer y las plazas. El tiempo de viaje dependía de su capacidad de ayuno, evitando mercenarios o sobornándolos y del insomnio del piloto. El presupuesto daba aspiraciones mediterráneas, los algoritmos incontrolables los detuvieron más allá del cruce de fronteras, maliense, senegalés y mauritano, quedando anclados en el Atlántico. Adjo levó pies, araño sus últimos ahorros y llego a Nouakchot.

Yo tomé la dirección contraria mucho tiempo después. Huesca, Madrid, Marruecos y Mauritania, cada paso era más incómodo. Eran las lentejas de la vida, del trabajo, tomarlas o dejarlas. Al menos, me las comía acompañado con otros blancos perfectos, en la tierra de las miles de gamas de bronceado.

Nos concedieron una casa independiente, con tapia para indiscretos, en la zona noble sin asfaltar de la capital. La pobreza vivía al otro lado de la calle, equidistantes del montón de basura hacinado en la calle. La primera necesidad al llegar, era el agua, y acudí a la tienda de al lado a por líquido elemento. Contrapese mi cuerpo con veinte litros en cada mano.

-¡Monsieur, monsieur! -gritó Adjo. (1)

-¡ Je vous aide! -sentenció. (2)

Menuda, sandalias playeras, mallas raídas, que no dejaban nada a la imaginación, camiseta infantil y una sonrisa de perfecta dentadura, de oreja a oreja. Sus ojos se humedecieron al contemplar nuestra cocina. Le ofrecí un refresco de cola, y le dí una pequeña propina, sorprendiéndose.

-Tu es jolie – dije. (3)

-Merci.(4)

Días después cenamos en la casa-restaurante de enfrente, donde Adjo trabajaba de cocinera-camarera, tras un ofrecimiento de buena vecindad. Inevitablemente la miré, aunque parecía estar ausente. Al día siguiente nos devolvió la visita, por costumbre o por ser obsequiada con otro refrigerio. El francés superviviente del bachillerato se puso de mi lado y su mirada hizo el resto. Restaurante-teteria «Palmerai», veintiuna horas.

Esa noche cenamos juntos.

Años después lo seguimos haciendo.

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