Michael tenía treinta y seis años pero aparentaba setenta. Su tez negra estaba agrietada y llena de arrugas que le deformaban el rostro. Las marcas de expresión le caían en ondas alrededor de los ojos y los labios como si hubiera nacido por error con extra de centímetros de piel. Pese su metro noventa de altura, por lo delgado que estaba, parecía un hombre realmente pequeño.

La primera vez que le vi en mi oficina en Estocolmo, sentado en la sala de espera y mirando únicamente al suelo, pensé que probablemente aquel delgadísimo hombre llevaba años sin sonreír.

Me equivocaba.

Michael levantó la cabeza cuando pronuncié su nombre y me esbozó una sonrisa tan grande que pensé que aquel despliegue de torsión muscular sólo se daba en los niños. Su rostro se transformó y me di cuenta de que, tras toda esa piel cansada, había dos ojos aún jóvenes.

Titubeó cuando le invité a pasar al despacho. Me miraba con vergüenza, como cuando uno ha hecho algo malo. Le expliqué el trabajo que hacíamos en la oenegé, la importancia de relatar bien las historias de asilo para que las personas LGTBI puedan optar a una protección permanente en Suecia.

Y Michael comenzó:

-No me quieren en mi propio país. Ni la gente ni mi familia: nadie. Por eso he tenido que marcharme.

Durante la hora y media que duró nuestro primer encuentro, Michael me relató con detalles cómo había sido su vida en Jamaica. Empezó por la adolescencia e hizo un recorrido de espantosa exclusión y agresiones hasta llegar al día de su despedida; cuando su madre, se citó con él en aquel rincón junto a una vieja planta de reciclaje, le besó en la frente y le entregó un sobre con todo el dinero que había sacado al vender su puestecito de comida ambulante.

Mientras Michael hablaba le caían lágrimas como lluvia gorda sobre su pantalón de pana, aunque él no parecía percatarse. Me lo contó justificándose. Insistiendo en que, pese a su orientación sexual, él era un hombre bueno. Asegurándome que en cuanto pudiese trabajar le enviaría dinero a su madre, pues se había quedado sin su único medio de supervivencia, su padre llevaba años muerto y sus hermanos habían dejado de tener contacto con ellos diez años atrás, cuando supieron que ella le había conseguido un pequeño trastero donde vivir escondido.

Michael me relató tanto. Y todo lo dijo en pasado, como si en ese avión de quince horas, el primero que había cogido en su vida, hubiese creado una ruptura espacio temporal y todo lo que había pasado antes formase parte de una vida de la que se había reencarnado. Se lo dije, que me sorprendía que habiendo llegado hacía apenas una semana contase la despedida como si hubieran pasado muchísimos años.

-Querida abogada, ya lo sé. Pero es que para mí contarle lo que ocurrió en Jamaica es como celebrar un entierro. Ahora soy Michael en Suecia. Y va a ver usted que de verdad, de verdad, de verdad -y a cada afirmación asentía con la cabeza, en un baile de arrugas, lágrimas y sonrisas- de verdad, de verdad, de verdad, que Michael es un hombre bueno.

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