Era muy fácil recordarla, sus cabellos blancos, pequeñita, sentada junto a tres ancianas más en el banco de la iglesia. Me aposentaba a hurtadillas a su lado y la miraba. Escuchaba sus rezos silenciosos y esperaba paciente. Todo lo paciente que una niña puede ser. Yo también intentaba rezar, a mi manera. “Jesús, por favor, haz que apruebe el examen de matemáticas» … aunque en seguida me empezaba a mover para que me viera. Entonces, mi abuela, volvía su cabeza hacía mí y me decía “Uy” “¿estás aquí?” “¿cuándo has venido?”. Aunque las dos sabíamos que me había visto desde el principio.

Vivió mucho tiempo con su hermana Carmen, parece que la estoy viendo, pintándose las uñas, casi siempre de rosa. Mi tía Carmen, que hasta en agosto llevaba medias, que nunca se casó porque el único novio que tuvo la dejó por la enfermera que le cuidaba tras una operación, que en lugar de drogadicto decía «drogadito», quizá por que a la vez que pronunciaba la palabra se apiadaba de ellos. Que decía seso en lugar de sexo. Mi tía Carmen, pequeña, enjuta, con esa espalda curvada y eternamente dolorida, como mi abuela, casi con chepa, tras años, y años de reclinarse en las iglesias y en los campos. Limpiando su alma y embarrando sus manos. Mi abuela, mi tía Pili, la Inés, la Teo. Madres todas ellas, de dos, tres, cuatro hijos. La Inés y la Teo emigraron. Una a Alemania y otra a Florida tras casarse con un americano que conoció en la base de Torrejón. Un rosado y gordinflón tejano que jamás pronunció una palabra de español. Las otras también emigraron, con sus maridos a tierras valencianas. Dejaron sus pueblos, dejaron las tardes a la fresca, los teatrillos ambulantes, las partidas de brisca al abrigo de la estufa, la nieve y el amor. Las gachas, el ajoarriero, los gazpachos en el campo. Dejaron las tierras. Y, con sus maridos se adentraron en la ciudad. Mi abuela, beata hasta la médula, no tardó en conquistar nuevas iglesias, con sus curas y sus monjas. Y conquistó también a los vecinos con sus guisos. Una vez, sin saberlo, evitó con sus croquetas y su candidez que unos falsos inspectores de hacienda le robaran cinco mil pesetas como al resto de los vecinos. Aún les tiró, me lo estoy imaginando, unas pesetas por el rellano de la escalera. Cómo hacía con nosotros, estirando milagrosamente su exigua pensión. Y siempre, siempre, sin importar la hora del día, mi abuela, te ofrecía un huevo frito. Mi abuela María. Con olor a incienso impregnado en los huesos, a colonia de lavanda y al aceite de oliva del pueblo que usaba para hidratar su maltrecha piel. Con su pelo blanco, a veces azulado, cuando la peluquera de la esquina se pasaba con el tinte. Tinte para hacer sus cabellos aún más blancos, potenciando su lúcida mirada azul, que junto con esa sonrisa infantil e impertérrita conseguía casi siempre lo que quería. Excepto aquella vez, en agosto, que no le dejaron ir a un congreso de no se que orden religiosa, a Zaragoza, con casi cuarenta grados de temperatura. Y me llamó llorando como una ñiña. Como la niña de noventa y tantos años que muchos decían que era. Mi abuela, que hubiera sido monja, si no hubiera sido por mi abuelo, al que, quizá no debería decirlo, quiso más que a nadie, más incluso que a ella misma. Ese, mi abuelo Gregorio, al que en nunca conocí.

Si conocí a mi abuelo Juan, el ser humano más bueno que nunca ha existido. Yo era su niña, su nieta favorita. Fue su amor lo que hizo que me librara algún día que otro de la guardería de monjas a la que iba llorando a lágrima viva. Y lo que me colmaba de dulces cuando embelesada frente al escaparate de cualquier pastelería le decía «abuelo, quiero todo lo que ven mis ojitos». Mi abuelo Juan. Alto, altísimo, gigante, aún cuando, años después le sacaba media cabeza. Un hombre bueno al que durante la guerra quisieron obligar a disparar al contrario por su buena puntería. Pero el sabia que eso no existía, que el contrario no era más que otro igual que él. Y se fue dignamente de esa guerra, con metralla en su pierna, pero con el acero de su fusil intacto, sin haber atravesado jamás carne humana. Ya en Valencia, con su familia, nunca quiso volver a esa Grazalema que tanto bueno y malo le había dado. «Ea»-decía- «no quiero ir y ya está». Acompañando siempre a mi abuela, que se acomodó en su mecedora con su bata rosa y de allí casi no se movió durante años, echando siempre de menos su Grazalema. María Fernández, que curaba con pis los sabañones de las manos de sus hijos. Con sus manitas gordinflonas y su piel nívea. Mi abuela que nunca creyó más que en si misma, en el día y la noche, y en su mamaela. Mi abuela, en su calle nueva, a veces impracticable por la nieve. Que perdió parte de su amor cuando por primera vez pisó el hostil asfalto.

Y a todos les fue pasando la vida. «Yo lo que quiero es morirme» decía María Fernández. «Ea» decía mi abuelo siempre a su lado. Y se murieron sin dar más guerra.

No entraba en los planes de Maria Jurado morirse, sin embargo. Hubiera querido antes volver a viajar a Tierra Santa, cuando la cosa se calmara, o aunque no. O volver a visitar a aquellas monjitas tan majas que había conocido en Colombia y con las que aún mantenía correspondencia. Pero, si entraba en los planes de Dios, y pese a toda su resistencia mi abuela dejó el mundo terrenal. No sin haberme ganado, un par de tardes antes, su última partida de brisca. Haciendo trampas, como siempre. Y sonriendo después feliz.

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