Esta sensación, un vacío que no se llena nunca. El vacío del aire, de las montañas, de los ríos y más profundo y doloroso, el vacío de los míos.
¡A mí me despertaron los gritos!, al principio pensé que era una pesadilla, después esperé que fuera una pesadilla y, por último, desee con todas mis fuerzas que fuera un mal sueño. Pero no fue así.
Aquella madrugada del 22 de octubre de 1997 más de 200 paramilitares entraron en el corregimiento del Aro en Ituango, Antioquia, Colombia. Habíamos escuchado el rumor de que los “mochacabezas” estaban en el área, estas montañas que por tantos años fueron el corredor estratégico de las FARC hacia la región de Urabá y el departamento de Córdoba.
Dos días antes, un helicóptero estuvo haciendo muchos sobrevuelos, con el tiempo nos dimos cuenta que traía eso demonios. Vinieron de Córdoba, de Urabá. Los «paras» habían partido desde el día anterior del corregimiento de Puerto Valdivia, en un recorrido donde asesinaron a por lo menos 11 personas, todos campesinos.
Los combates entre guerrilla y paramilitares llevaban más de una semana, cada vez más cerca de Ituango y del Aro, muchos nos habían puesto sobre aviso. Por esa terquedad de aferrarse a la tierra y el pensamiento que dice: “el que no debe, no teme”, nos quedamos, nos hacía sentir que estaríamos seguros.
Pero en ese día, toda la sevicia, la violencia y la desesperanza llegaron al Aro. Hombres convertidos en bestias, sin humanidad, rostros que no parecían humanos, mentes que no pensaban más que golpear, acuchillar y matar. Nos gritaron: ¡guerrilleros!, Guerrillos Hijueputas!
Una a una, las 60 casitas que habían fueron violentadas, cada una de ellas echó afuera su carga de humanos, animales, comida y demás. Aquello fue sentir la primera rabia, de las muchas que sentí, a Guardían, mi perro, le dieron un machetazo en la cabeza y el pobre perro se murió gimiendo ahí afuera de la casa.
A todos nos llevaron al parque principal y ahí durante tres días vimos morir a casi todos los que ellos acusaron de ser colaboradores de la guerrilla, a Guillermo Mendoza fue el primero que mataron, a don Aurelio Areiza quien tenía la tienda de abarrotes más grande del corregimiento se lo llevaron al cementerio, según ellos porque era el principal socio de la guerrilla y desde su negocio se abastecían los insurgentes. Al viejo, lo amarraron a un poste, lo torturaron, le quemaron los ojos, le abrieron el pecho, lo caparon y le arrancaron el corazón. No sé si fue por ser la primera muerte que presencié en mi vida (aparte de la de mi perro) que se me quedó tan marcada, tanta violencia, tanto dolor, tantos gritos, tanta súplica. Al final, tanta rabia, tanta impotencia.
Después mataron a Mauro Múnera ahí delante de todos. Cada uno de nosotros rezaba y lloraba por cada muerto pensando que le próximo sería cualquiera de nosotros. Los asesinos no llevaban el rostro cubierto, sus uniformes eran casi todos iguales, iguales a los del Ejército. Sólo uno de ellos llevaba el rostro cubierto con un pasamontaña negro, una persona que, sin mediar palabra, señalaba a cualquiera y ese señalamiento era suficiente para saber quién sería el próximo en morir.
Después vinieron las muertes de muchos, todos torturados, todos humillados por esos demonios. Hasta doña Elvia, que ayudaba en la Iglesia y Casa Cural del corregimiento, la violaron y mataron de un disparo en la cabeza.
Les prendieron fuego a las casas, ¡se quemaron muchas! Se llevaban a las mujeres jóvenes, las violaban y mataban, a algunas mujeres mayores se las llevaron a hacerles de comer, saquearon todas las tiendas, mataron los animales de corral que encontraban, gallinas, codornices, cerdos, vacas. ¡Como una plaga que devoraba todo, hasta la vida!
Eso lo tuvimos que sufrir, durante tres días y sus noches. A los que tenían reses, los secuestraron e hicieron arrear su ganado hasta Puerto Valdivia, allí embarcaron su ganado, su más preciada posesión, en camiones que estaban esperando, fueron catorce camiones llenos de ganado ubicados en frente del puesto de control del Ejército colombiano que, a todo esto, solo sirvió de calle de honor para el robo.
Después de cinco días los paramilitares empezaron a dejarnos marchar, fuimos de las primeras personas que salimos de nuestro caserío. Caminamos en silencio hacia Puerto Valdivia, de las cañadas y los montes salían también campesinos que habían huido antes de la llegada de los asesinos. Todos preguntando qué había pasado en El Aro. Algunos de nosotros contamos lo que pasó con lágrimas en los ojos, miedo en el corazón y rabia en el alma.
Los helicópteros sobrevolaban ese cañón de las montañas del norte de Antioquia, sacamos trapos blancos para hacerles señas. No nos ayudaron tampoco. En el caserío, en las montañas cercanas las FARC, seguían enfrentando a los paramilitares. Después nos dimos cuenta que los sobrevuelos de los helicópteros llevaban municiones y comida a los paramilitares. Los mismos que habían asesinado a nuestros familiares y habían destruido el Aro.
Durante la masacre, la Fuerza Pública nunca apareció para combatir a las Autodefensas. Nadie llegó, ni la Cruz Roja, ni la oficina de Derechos Humanos, ni los noticieros de televisión, El Aro era solo el asomo de lo que pasaría después en muchos caseríos olvidados en las montañas antioqueñas.
Más de 1400 almas salimos de nuestro territorio, deambulamos horas entre montes y cañadas para llegar a Puerto Valdivia. Algunos otros se fueron a Ituango, pero todos teniendo en la cabeza el mismo pensamiento.
Después de tanto terror. Juramos no volver nunca.
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