Buenos Aires, 1983.

Leonardo levantó la copa, me miro y con una sonrisa exultante dijo:

– ¡Por una fructífera relación comercial!

El camarero se había mostrado muy servicial. Tenía el pelo cano y lucía con dignidad un chaleco blanco y una pajarita negra desgastados. Me di cuenta de que me observaba de soslayo, como con curiosidad.

Era mi primer viaje a Buenos Aires.

El vino, la maravillosa carne y aquel salón grande, antiguo, de lámparas brillantes y techos altos, con suelo oscuro de madera transitada me hicieron sentir cómodo. La entonación argentina y el ritmo italiano de mi acompañante eran el complemento perfecto para una entretenida velada.

Observé a mi interlocutor, un representante de una empresa cárnica muy conocida en Buenos Aires. Rubio, con ojos azules, menudo, fibroso, parlanchín, gesticulando y disfrutando de la comida y la conversación. Pensé que estaría cerca de la jubilación, como el camarero que nos atendía. Le pregunté:

– ¿Como un rubio con ojos azules en argentina?

  • – Y…bueno, los argentinos somos de acá y de allá, una mezcla, lo mismo italianos, que españoles, que holandeses, irlandeses, qué sé yo… A saber mis ancestros de quien se enamoraron. Y se rió.

Lo dijo como una letanía, como un discurso aprendido, pero sin dejar de entonarlo perfectamente y acentuarlo con su sonrisa.

Finalmente, el camarero se decidió a hablarme.

– Perdón, ¿sos español?

– Sí, soy valenciano.

– Qué lindo, Valencia, la paella, las fallas… me encanta volver a escuchar hablar en castellano. Yo también soy español, gallego, pero hace mucho que emigré. Disculpen, les retiro y les voy sacando los segundos.

– No se preocupe. No hay prisa…

– No hagas caso. Estos meseros gallegos nostálgicos son regedes (me comentó Leonardo discretamente). Repesados, como dicen ustedes.

El camarero volvió con los segundos, lento, ceremonioso, esmerándose porque todo estuviera perfecto.

– ¿Cómo fue emigrar a Argentina? -le pregunté

– Viste…la guerra, la puta guerra. Perdón. Acá con “la puta” enfatizamos cualquier cosa.

– ¿La puta guerra? ¿Acaso no creés que la puta guerra española fue necesaria? – saltó Leonardo cambiando la expresión de su cara.

El camarero se fundió. Fue como recibir una bofetada desde el pasado. Pero recobró la compostura y le contestó:

– Perdone, pero yo ya aprendí que ninguna guerra es necesaria.

Lo dijo despacio, bajito, como se dicen las grandes verdades, esas que no necesitan enfatizarse.

No sé qué pasó con aquel argentino enérgico, divertido y locuaz, pero yo vi pasar una guerra por sus ojos al escuchar la respuesta. Una terrible guerra que cruzó sus pupilas apagándolas de repente. Fue solo un instante. Todo su discurso también cayó en ese pozo. Cuando volvió del pasado nada volvió a ser igual. Ambos lo sabíamos. Leonardo se disculpó y fue al servicio a intentar encontrar su dignidad.

Para descargar la tensión le pregunté al camarero:

– ¿Y no piensa volver?

– Vine huyendo de la guerra y de sus vencedores. Me casé acá, mi mujer es de acá, mis hijos son de acá. Mi vida se mudó acá. A mí sólo me queda extrañar. Llevo tantos años extrañando que ya no sé lo que es echar de menos. Yo tengo mi pueblo acá, en mi cabeza y cada noche lo visito, callejeo, saludo a mis amigos, platicamos y peloteamos. Veo las calles de tierra y las casas blancas desconchadas, la iglesia y su nido. Veo a la cigüeña salir volando. Y veo a Teresa, con sus ojos grandes y azules que me mira, y yo la miro a ella y me voy quedando dormido cada noche en mi castillo imaginario. ¿Vos pensás que Teresa aún me espera? ¿Que mis amigos no se habrán matado entre ellos en esa guerra entre hermanos? ¿Que algo se parecerá a lo que yo he construido cada noche? Yo creo que solo quedará la iglesia…y yo no puedo jugarme mi sueño. Yo ya perdí una guerra. Ya nunca apuesto.

El mesero recogió la mesa muy despacio, me miró y me dijo:

– Recuerden siempre que los gallegos de Buenos Aires somos la memoria de España.

Me miró sosteniendo mi mirada, pero humildemente, con los hombros hundidos, como el que aguanta un pasado inmenso.

– Y no se preocupe por su amigo alemán; todos tenemos un pasado, son muchos los que vinieron después de la Segunda Guerra, pero acá aprendimos que es mejor mirar a otro lado. Es mejor dejar que las ratas se escondan y no se revuelvan.

Y se marchó con la cabeza baja, con un largo tenedor de trinchar mirando al suelo, como el que perdió una guerra, como el que perdió una vida.

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