Pronto sintieron la humedad. La ropa parecía estar mojada todo el tiempo y el sudor empapaba las espaldas de los que se afanaban en transportar los equipajes.
La llegada al muelle la dejó sin palabras. Ella sólo había salido de Villar de las Peras tres veces, contadas con los dedos de una mano, y siempre habían sido experiencias deliciosas que le habían mostrado el lado amable de la vida. Esta vez lo que aparecía delante de sus ojos era bien diferente.
Una marabunta humana, riadas de personas caminaban en un sentido y otro abriéndose paso a empujones. Junto a la grandeza y suntuosidad de los adinerados, aparecía el lado oscuro de la emigración maldita de los desposeídos. Con sus ahorros habían pagado los billetes para, muchas veces sin retorno, marchar en busca de la tierra prometida. Era la huida de del hambre en muchos casos y, en otros, de la clandestinidad del servicio militar que los pobres, sin medios para conseguir su redención, tenían la obligación de hacer. Las familias quedaban, entonces, desasistidas al faltar el único miembro que podía procurar el alimento.
Ladronzuelos avezados daban cuenta de los dineros y objetos de valor de los más atontados.
Un olor fuerte a aceite recalentado, churros y pasteles fritos se mezclaba con olores a lilas y perfumes intensos de las señoras, envolviendo a todo el mundo en una nube irrespirable.
A M. Josefine le costaba mantenerse cerca de su esposo. Tenía todos los sentidos puestos en seguir al señor de gorra negra de plato que habían contratado para llevarles los bultos hasta el barco.
Los muchachos vociferantes pregonaban el diario, en cuyas páginas de sociedad aparecía su boda. Extendiendo la mano con una moneda para su pago, llamó al vendedor para hacerse con un ejemplar. La joven lo guardó para sí.
Unas lagrimillas asomaron a sus ojos al ver la fotografía de su madre, a la que ya empezaba a echar en falta. Estaba favorecida en aquella imagen que tomó con gran tino el fotógrafo que se ocupaba siempre de esos eventos del mundillo de los políticos y adinerados de la región.
Pensó que su mamá no habría soportado aquella agitación, tanta gente y la humead que hacía el aire irrespirable. Doña Consorcia tenía una afección de los pulmones que hacía que su salud fuera algo precaria. Era una mujer frágil en temas de salud pero fuerte en sus convicciones y en su fe.
Con tristeza asumió que tardaría tiempo en verla. Guardó con cariño aquella fotografía que le serviría para recordarla cuando el olvido caprichoso desdibujara su cara.
La futura mamá estaba poco hecha a observar a otras personas fuera de su entorno, pero ahora un profundo cambio se estaba operando en su interior. Se percató de la presencia de mujeres con sus hijos pequeños en brazos. Tenían un gesto de dolor y de necesidad en sus caras. Aquellas pobrecillas no tendrían todo aquello de lo que ella gozaba. Tal vez no tenían nada.
-César, cariño, ¿por qué razón está toda esta gente despidiendo a los suyos con tanta tristeza?
-Son emigrantes que, dejando todo atrás, lo suyo y a los suyos, marchan a otros países en busca de trabajo, de comida para poder mantener y alimentar a sus familias.
Eran los rostros de viajeros accidentales en busca de futuros inciertos. Las manos en alto de familias que tenían que separarse, tal vez para siempre.
Nunca se había parado a pensar en aquello y ahora le producía sobresalto y tristeza. Se dio cuenta de lo ajena que había permanecido a la realidad, viviendo siempre protegida en una burbuja.
-¿Tienen medios económicos para pagar el pasaje?
-Gastan todos sus ahorros para poder viajar en la parte inferior del barco, en las bodegas. Algunos camarotes de tercera tienen comodidades de las que la mayoría de ellos no han disfrutado nunca. Muchos de estos hombres, mujeres y niños nunca llegaran a su destino. Morirán durante la travesía.
El buque era hotel de lujo para unos, refugio para otros. La vista era impresionante; parecían motas de polvo a su lado.
Aquello debía ser, como le dijo su marido, la parte destinada a los emigrantes de clases más desprotegidas.
Visto desde fuera había una gran diferencia entre unos camarotes y otros. ¡Qué no sería dentro!
El acceso al interior del barcazo era otro para los pobres. La rampa que subieron César y M. Josefine conducía a cubierta.
Las barandas eran de madera reluciente; también el mobiliario.
Una larga fila se organizó para subir. En ella, impacientes, se colocaron los pasajeros. Miraron a su alrededor porque se había organizado un tumulto.
Abajo sonaron bocinas de la policía, empujones, revuelo…
Algún polizonte que intentaba colarse en el barco, le aclaró un señor que ascendía por la pasarela delante de ellos.
El embarque era lento. Tardaron varias horas en estar colocados en su camarote, dispuestos a una travesía tan larga. Por fin, pañuelos al aire, besos prendidos de los guantes de las señoras, lágrimas, adioses, esperanzas y derrotas, el enorme buque exhaló una bocanada de humo gris por su gruesa chimenea a la vez que su ronca sirena despertaba los sentidos y anunciaba que iban a zarpar.
César buscó afanosamente dos tumbonas, las aproximó y ambos se dejaron caer con un sordo lamento, testimonio del cansancio. Era el principio del resto de su vida. A partir de aquí todo estaba por escribir. El aire fresco le erizaba el vello. Ella se aproximó a su esposo buscando su calor reconfortante.
Otra vez la sirena. A lo lejos las casitas blancas, encaladas, se asomaban para contemplar a los que se marchaban.
Un mosaico de rostros apareció en tierra reflejando los sentimientos de aquellos que se alejaban: expatriados en busca de un futuro que allí no encontraban, pasajeros que volvían a casa después de visitar a la familia y que no sabían si volverían a verse. Rostros de desarraigo.
Los señores de Villanueva se vieron solos por primera vez después de varios días.
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