La tarta Сказка o “Cuento de hadas”

La tarta Сказка o “Cuento de hadas”

Algunos olores nos evocan recuerdos. Este que percibía, no era aquella tierna mezcla de melocotón con agua de rosas que sentí la primera vez que besé los labios cerezos de Irina; era más bien, el de las agridulces fresas con nata y pan esponjoso con que nos deleitábamos cada vez que íbamos a visitar a mis primos. Mi tía vivía enfrente de una pastelería. El repostero perfumaba la calle con aromas de vainilla, chocolate y licor. Délices français se llamaba el establecimiento del señor Paul. Siempre tomábamos allí, café con leche y pastelillos, luego mi padre compraba una gran tarta de “fraseis á la créme” para mi tía Luz y, aunque los encuentros se repetían unas dos veces por mes, María Elena, Pilar, Flor y Jorge gritaban de alegría cuando abrían la puerta y veían a mi madre con la gran caja de cartón que resguardaba el pastel. La armonía familiar se impregnaba de olor a tarta y viceversa.

Muchos años después, viajé a la URSS guiado por la ilusión de la literatura y el deseo de hacer una carrera. La dictadura del proletariado había estandarizado su propia línea de productos que iban desde los dulces, ropa y calzado hasta las casas de hormigón. Si se tenía dinero extra, era posible degustar el caviar, el salmón y el esturión que se vendía en el bufet de los cines y los teatros. Paseando por la Tverskaya, pasé por una repostería y un agradable olor me cimbró el cuerpo. La saliva se me convirtió en almíbar, el estómago recordó la suavidad del bizcocho con fresas estrujadas y no pude evitar seguir, como si fuera un sabueso, el rastro de ese aroma. Llegué a una vitrina en la que había un bloque rectangular cubierto de margarina en forma de rosas y claveles. Le pregunté a la empleada, con un ruso parvo, cuáles eran los ingredientes y no entendí nada. El olor del recuerdo no podía mentirme, compré la tarta “Сказка” que para mí era como el pastel de las fragarias de Monsieur Paul.

Llegué a la residencia estudiantil y mi vecino Igor abrió la puerta. Al verme sonrió igual que lo habían hecho mis primos tantas veces, sabía que él deseaba compartir la alegría que me arrollaba. Teníamos impaciencia los dos, pero, con la cabeza dándome vueltas por la locura, le pedí que se fuera porque no quería estropear la imagen de mis recuerdos de la niñez. Él se agrió y con las tripas reprochándole su exceso de modestia y falta de determinación se fue muy triste. Su mirada eran dos bolitas de pimienta negra. En cuanto se cerró la puerta puse a hervir el agua, preparé un té negro y corté un gran trozo del “Cuento de hadas” y al dar el primer mordisco comprendí que había cometido un gran error porque se derritieron mis memorias. Mi vecino jamás me perdonó porque le había destrozado también los recuerdos de sus cumpleaños, pues supe después que su tarta preferida era precisamente esa.

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