Fue el año pasado. Desde que empecé a trabajar hasta tarde. De regreso a casa rogaba que los niños ya estuvieran durmiendo en sus camas y que antes hubiesen hecho las tareas. Cuando doblé en la esquina, vi luces encendidas en mi apartamento. Eran los mismos cuatro pisos, las mismas escaleras de siempre, pero ese día se me hizo el recorrido más largo. Llegué al pasillo, escuché la televisión a todo volumen y se me revolvió el estómago.

Ambos se durmieron viendo la tele, la cocina estaba hecha un chiquero y la mesa llena de cuadernos. Me senté enfrente y me tomé mi tiempo. Temía revisarlos. Pensé echarlo a la suerte, acostar a los niños e irme a dormir. Pero los revisé. No sé con quién me enojé más, si con Mabel o con los profesores. «Hacer un robot con material reciclable utilizando las figuras geométricas…» ¡David tiene seis años! Y el cuestionario de Mabel, todas las preguntas se parecían y, no podía ponerles la misma respuesta. ¡Desgraciados!, quería matarlos. A los profesores.

Me acosté de madrugada y caí como roca. Sí, ahí fue cuando empezó. Recuerdo que escuché el despertador, lo apagué, me levanté, salí del cuarto y lo volví a escuchar, entonces regresaba una y otra vez a apagarlo hasta que Mabel me despertó de verdad.

Llevé un Sándwich para el almuerzo, pues no tuve tiempo ni de discutir con Mabel. No veía la hora de ir a arreglar cuentas. Mi maldito jefe no me dejó salir temprano. Llamé a casa, casi le supliqué a la mocosa que hiciera sus tareas, se acostaran en sus camas y que, si le ayudaba a David, los llevaría al cine el domingo y les compraría pizza. Sí, no era mi idea de arreglar cuentas. Bueno, después de todo David no es su responsabilidad. Solo tiene trece años… Quiere irse a vivir con su padre. Pensé dejarla, allá también se cansará. Pero ¿qué tal si no?

Aquella noche dormí arrullada por el zumbido de un motor. Era el motor de un bus que venía a recogerme para ir al trabajo. Muy cómodo y con asientos reclinables. Al llegar a la fábrica me daban una almohada, la ponía junto a la máquina y cuando sonaba el timbre apoyaba la cabeza sobre ella y dormía y dormía…

El alba traspasó la cortina y cayó el telón. Salté de la cama a la cocina, preparé los desayunos y el almuerzo. Luego corrí tres cuadras para tomar el autobús de las seis y llegué al trabajo a coser y coser. «Estás ¡terrible!, ¡ojerosa!, ¡te…, te ves feíta!». Comentaron. Dije que no me importaba. No es cierto.


Mi hora feliz comenzaba a las doce de la noche. Me zambullía en la cama y amanecía del otro lado. La casa tenía más luz, el silencio repetía mis palabras. Los niños no estaban, vivían con el imbécil. El tiempo iba muy lento y me miraba y me miraba en el espejo. Me veía linda. Regresaba al cuarto y del otro lado, me sentía tan mal por sentirme bien.

Sentada en la cama miraba el afiche en la pared. El mar parecía salirse y la brisa susurrar mi nombre, pero los deberes siempre gritaron más fuerte.


Creo que los sueños me robaban el descanso. Aun así me gustaba estar allá. ¡No cuando me presentaba desnuda!, esos no eran chéveres. De pronto los sueños se acabaron, después de un sueño tan… largo. Tenía sueños entre mis sueños y se repetían. Desperté cansada de dormir, pero con pereza.

Desde entonces me relajo en mi hamaca mientras el sol me hace cosquillas y las olas vienen a masajear mi escultural cuerpo, me quito la ropa para que no queden marcas. Una niña pinta un gran cuadro espaldas a mí. Se aparta y logro ver el lienzo. ¡Reconozco esos ojos! ¿Acaso me juzgan o solo me miran?

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