El techo de tejas de barro resalta, rojo, entre los cipreses. Es su casa. Su hogar. Desde el bus que desciende por la calle central del pueblo, puede verla, y ya late su corazón que la nostalgia había oprimido durante tanto tiempo.

Un chirrido de frenos, una sacudida ligera, y los pasajeros comienzan a bajar. Es un bus rural y los olores se han comprimido en el interior: cuerpos mal lavados, gallinas, bultos de verduras, incluso algún ramo de flores que viene a hacer revolotear su perfume en ese ambiente denso como una mariposa en torno a un montón de estiércol.

Al bajar respira a pleno pulmón dos o tres veces. El viento trae resabios de polen. A lo lejos el chirrido de una sierra mecánica. Y algunos pajarillos extraviados en la plaza pían al sol de la tarde.

Toma su bolso de mano- nunca viaja con mucho equipaje- y comienza a ascender la callecita lateral que se interna entre la arboleda y termina en un callejón sin salida al final del cual está el portón de fierro, deslucido por el tiempo, donde de niña se columpiaba a pesar de los regaños de sus padres.

Antes la venía a recibir el “Puma”, un perro que la había visto crecer, pero hacía mucho tiempo que ya no estaba. Había muerto de viejo y nunca quiso tener otro.

Antes, su madre, llena de reumatismos, se arrastraba hasta la verja para dejarla pasar, abriendo los tres candados que su enfermedad y su vejez necesitaban para sentirse segura. Pero su madre había muerto hacía ya varios años y nadie vendría a recibirla.

Los candados ya no existían;la verja se cerraba a fuerza de moho y de malas hierbas crecidas a su alrededor.

La empujó vigorosamente para vencer la obstinación de la naturaleza y se encaminó hacia la entrada. A pesar de los años transcurridos volvía a sentirse como una niña que espera una reprimenda y el té servido y el pan con mermelada esperándola sobre la mesa.

El bordoneo de una mosca contra el vidrio opaco por el polvo acumulado volvía más real la ilusión.

Dejó su bolso sobre la mesa cubierta con periódicos y lentamente recorrió las estancias vacías.

La casa de su infancia. Ahora sería la casa de su retiro, donde, en soledad, esperaría, al amparo de los días todos iguales, sin sobresaltos ni alegrías. ¿Esperaría qué? Nada. Ya no había nada que esperar. O tal vez sí, la partida final, liberadora, que vendría a rescatarla en este apacible naufragio. La agobiaba el hundimiento del último barco: el de la memoria. Porque sin memoria no somos nada, dejamos de existir, cada día será nuevo, como si nunca hubiese nacido. Su cerebro se irá muriendo poco a poco, y un día, un triste día, mirará el portalón de hierro y no recordará las manos que lo abrían, y verá la casa del “Puma” con asombro, y se preguntará qué es esa pequeña morada llena de telas de araña.Un día se mirará al espejo y no comprenderá cómo es posible que su rostro esté cubierto de arrugas si jamás ha vivido.

Se pregunta si vale la pena. Se pregunta si no sería mejor partir ahora, cuando tiene aún casi todos los recuerdos intactos, al menos los que la unen a esta casa. Se pregunta si vale la pena revivir los cuartos y limpiar las ventanas.

Quizás sería mejor recorrer una última vez las estancias donde fue alguna vez dichosa, y luego, con un ramo de hortensias sobre la mesa, las hortensias que siguen creciendo a la orilla de la cerca a despecho del descuido, sentarse a tomar el té por última vez, dejar que la vista se pose sobre la copa azulada de los cipreses,admirar nuevamente el contraste con la luminosidad del cielo, y entonces esperar a que la somnolencia cada vez mayor la arrastre hasta la cama donde durmió su adolescencia, y, cerrando los ojos, entrar en el gran olvido, de una vez y para siempre.

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