Tenía cabeza de patata. La enterraba en el huerto y allí pasaba el día con su azadón. Nunca llegué a saber de él más allá de su cosecha de uvas y tomates. Era mi abuelo.

Él es el culpable de que la patata sea mi espíritu guía, mi Tótem. Mi línea familiar no la relaciono con ningún animal, solo con la patata, por mucho que se empeñen en contradecirme algunos fetichistas y caballeros de la luz mágica. Le pido ayuda cuando se me va el santo al cielo y quiero volver a tierra. Esta raíz la considero parte de mi escudo familiar. Todo un emblema. Si queda de ella una mínima simiente en la tierra, por muy pequeña que sea, esta será capaz de salir convertida en una nueva planta.

Y es que de mi familia de féminas he heredado una gran intuición para sobrevivir, lo reconozco, pero de mi abuelo tengo esa capacidad de brotar.

Mi abuelo no solo parecía, también vivía dentro de una patata. De ahí su forma. Donde más se le notaba era en la calva y en unos pocos mechones de pelusilla que le brotaban encima de las orejas. Bajo su camisa escondía un doble rostro, allí en el pecho. Un pecho que siempre estuvo cerrado y que solo lo abría para comer. Entonces gruñía porque no le gustaba el pellejo del pollo ni la raspa del pescado. Si encontraba un mínimo resto en su plato dejaba de comer. Se apartaba de la mesa, se cruzaba las manos y se miraba los pies. Andaba con alpargatas despuntadas y sucias, y otras veces se ponía albarcas. Yo observaba sus uñas gruesas como palas que asomaban llenas de surcos de tierra. De niña llegué a creer que araba descalzo.

Fuera de la tierra. Mi abuelo olía a pasas y a pan de higo. Y era porque se echaba a dormir en la cochinera, bueno en realidad era el almacén del cortijo, pero le seguíamos llamando así. Allí se guardaban, colgadas, la cosecha y la matanza. En un rincón, sobre sacos, mi abuelo se tumbaba. Primero se desabrochaba la camisa donde el ombligo le asomaba y se desataba la soga de los calzones. Se ponía una mano en la panza y se desparramaba en el suelo. Yo vigilaba sus ronquidos tras la gatera de la puerta.

Él nunca congenió con esas historias de familia perfecta. Me decía que en la familia no hay lugar para la fantasía y lo soltaba así, con espumarajos que sacaba de su garganta harta de darle vueltas al palillo de hinojo que chupaba.

Mi abuelo me hizo sentir huérfana desde que mis trenzas comenzaran a rodar por la loma. Sentía por mí un resentimiento que como niña no llegaba a entender. Luego crecí y escuchaba su rechazo cuando decía que no le gustaba mi perro, ni mi carácter, ni mis modales, ni… Y pasó el tiempo. Yo me licencié, y fue entonces cuando me dijo que me parecía a mi padre.

Ahora a mis cincuenta también escondo algo en mi pecho al igual que él. Es una radio. Una radio que solo la sintonizo para escuchar el pasado y recordar a que huele la nostalgia. Cuando la veo venir, ella llega por el sendero de la playa con olor a tierra, higos y pasas. Recuerdo el cortijo donde vivía mi abuelo y finjo que allí estuve de pequeña. Anduve boca abajo como un murciélago negro sobre un lecho de patatas.

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