Momentos de lucidez.
Subyace en el gremio de los filósofos tristes la idea de que la ignorancia es condición indispensable de cualquier forma de felicidad. Esta es la historia de quién creyó avistar el corolario de dicha afirmación.
A Oscar, nuestro protagonista, la vida se le presentó más compleja desde aquella noche de desvelo. Había desenmascarado una realidad que sospechaba ya conocía, pero que por primera vez se le presentaba de forma flagrante ante sus ojos. Era una obviedad -y una grande- a la cual nadie parecía atender. El elefante en el bazar de la historia del mundo; peligroso, evidente, pero ignorado.
Luego de su revelación, y con el objeto de ocultar su angustia, cada día al levantarse tomaba un lápiz y se dibujaba una mueca en el rostro. No una que merezca ser admirada. Prefería gestos que lo aparten de cuestionamientos irritantes y ordinarias simulaciones de preocupación por lo ajeno. Un rostro neutro de cualquier atisbo de emociones.
“¿Por qué esa cara?”, “¿Qué te anda pasando?” y “no te veo bien”, eran un trío ejemplificativo de frases que lejos de reconfortarlo, despertaban ira en su interior. Su noción humanidad no le permitía imaginar sincera preocupación en ellas, no confiaba en que algún par de orejas este dispuesto a escuchar, a comprender sinceramente y sin reparos. O quizás, no eran pronunciadas por los labios correctos.
Por otro lado, de ningún modo se permitiría revivir el escenario en el que algún bien-intencionado le recita un compendio de los más populares fundamentos por los cuales resulta conveniente ser una persona alegre, haciendo uso de numerosas frases de aliento atribuidas de forma incorroborable a celebres personalidades, o mediante la comparación de sus “pequeños problemas” con los de los niños que mueren de hambre en el África. No. No volvería a pasar por tan irritante situación.
Al lavarse los dientes cada mañana, su rostro dibujado se le antojaba imposible de engañar a nadie, pero luego de tres o cuatro reflejos en los que se veía con menor detenimiento y ya inmerso en el oceano de la cotidianidad, olvidaba que su rostro era un bosquejo de lo que se esperaba de él y seguía adelante en la ambición por dejar atrás aquel hiriente vicio. ¿Se trababa de un vicio o de una virtud? Siempre había pensado en en la lectura y la busqueda del conocimiento, así como la filantropía, como ejemplos de virtud objetiva, pero luego de aquella noche comprendió que ningún exceso puede ser virtuoso.
Oscar logró que su cara dibujada le permita algunos días buenos y otros no tanto, pero la abstención nunca permitiría un estado de satisfacción o, al menos, de comodidad. Su vicio lo acosaba. Es que por más prolongada que sea su privación, no le parecía que pueda ser solución, no se podía fiar del mero tiempo transcurrido. Mientras la cuenta de los días grises que transcurrieron desde la última noche de luz continue ocupando sus momentos, mientras practique ese ejercicio de renuncia consciente, aún estaría atado.
No está recuperado un alcohólico que cuenta los días que lleva sobrio. No es soltero el hombre que sigue parado en el pasado por mucho que la mujer lo haya abandonado. Nunca sanará el hipocondríaco si no deja de pensarlo. Tampoco él era libre. Y es que cada vez que resolvía mantener la convicción de evitarlo, no era más que la certeza de aún desearlo.
Imaginaba entonces que la cura no era otra cosa que la ausencia del interrogante. Pero le resultaba claro que no podía pretender hacer el idiota toda la vida.
Mas, lo que en verdad lo inquietaba es que no veía su preocupación en otros ojos. Este mal que lo acechaba, debía ser de naturaleza universal. ¿Qué ignoraba? No se sentía más tonto que el resto del universo. ¿Sólo él lo notaba? Le agradaba la idea, pero no era lo suficientemente estúpido para creerla. ¿Existe acaso un acuerdo universal en no hablar del elefante? ¿Acaso se ha elegido una ignorancia fingida a cambio de un poco de libertad y jovialidad? De ser así podría discutirse su provecho, pero nadie ha promulgado tal resolución.
Decidió mantenerse ocupado para no ceder, pero eso no lo llevó muy lejos. Siempre estaba de vuelta en las puertas de su pecado, sin permitirse entrar.
Un martes posterior a un lunes feriado, amaneció con aires hedonistas, y en un descuido de derroche de optimismo concluyó que había sanado.
Mientras aún se desperezaba olvidó por qué ya no lo hacía y las columnas de su convicción sucumbieron. Decidió que las causas que no se habían perdido en su memoria aquella noche, eran insuficientes para privarse de aquel placer, de aquel goce espiritual que regocijaba su alma.
Esa mañana no necesitó el lápiz. Con entusiasmo rebelde y sin muecas dibujadas en el rostro preparo un café y tomó un libro.
Todavía no había llegado el sol hasta arriba cuando volvió a ocurrir.
La historía se repetía. Otra vez la iluminación, su fuego interior que se encendía, su apetito voraz por la verdad que crecía de modo exponencial. Luego, un breve momento de éxtasis y después el abismo.
Cuando de pronto la luz desnuda un cuarto vacío, resulta tentador vivir en la obscuridad.
Mientras buscaba el lápiz entre la basura, recordaba y maldecía por olvidar.
A cada ocasión el golpe era más intenso, y el lápiz con el que dibujaba su rostro se estaba volviendo pequeño. Comprendió que lo que él pensaba círculo, era espiral y optó por dejar de dibujar.
Le dio la vuelta al lápiz y comenzó a borrar.
En la más dolorosa claridad, dejó de respirar.
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