Recuerdo el día que crucé el río Huanca Huanca por primera vez desde mi regreso a Sara Sara, fue el día que Beto compuso el yaraví «Inhóspita Rebeldía», dedicado al nacimiento del hoy alcalde del pueblo, Santiago Portilla. Durante mi juventud temprana crucé infinidad de veces aquel río junto a mi hermano, descalzos, en calzoncillos, correteando las vicuñas bajo los picos escarchados.
No hacía mucho que había regresado de la capital a donde migré buscando una mejora para mi gente pero me volví al descubrir que la mejora solo me alcanzaba a mí, y me estaba acostumbrando a ello. Iba montado sobre mi caballo «Poeta», ¡qué caballo!, lo recuerdo lo más parecido a un perro, Poeta acudía siempre al primer llamado y solía colocarse boca arriba sobre la suave hierba del valle y suplicaba por caricias en su siempre hinchada barriga. Íbamos tras el apurado criado de los Portilla, y confiado en la destreza de Poeta para seguirle los pasos al azabache que teníamos delante, me permití recrear la vista con aquellos parajes tan íntimos de la tierra que me vio nacer, parajes que supe bien extrañar. El caer del sol pintaba un encendido degradé sobre las rocas de los cerros y la incorregible geografía serrana me rodeaba con sus superficies inclinadas e irregulares.
Era temporada de bajo caudal por la ausencia de lluvias así que en cuestión de minutos estábamos del otro lado de la rivera. La hacienda de los Portilla estaba a un espoleo de distancia.
Desde mi retorno tuve la necesidad de recuperar el tiempo perdido con Beto y su destreza con la guitarra me pareció el mejor punto de inicio para reconstruir nuestro lazo, gracias a ello, mi pueblo despierta ahora más que nunca mi aprecio por la belleza paisajista sometida al yugo del nevado Sara Sara. Fueron las notas del yaraví de mi hermano las que me indujeron hacia la traducción de la belleza de mi tierra, convirtiendo el panorama en sensaciones.
«Don Mario le pide encarecidamente que acuda a su finca, doctor, su mujer está por parir», me había comunicado el criado de los Portilla al comienzo de esta aventura. Inmediatamente acabé la cerveza de mi vaso y luego de sacudir la espuma sobre la tierra pasé el vaso al paisano de mi derecha, cargué con mi hermano, quien hacía las veces de mi ayudante, y le ordené al mensajero ir delante.
Encontramos a Eva, la mujer de don Mario, postrada en la cama sobre unas sábanas húmedas. Sus piernas rechonchas ligeramente flexionadas suplicaban por el fin de su tormento. Su desnudez me mostró bajo una mota de vello oscuro la coronación de un diminuto y viscoso cráneo.
-Está en pleno proceso de parto doctor, no sé que hacer. No esperábamos el nacimiento hasta empezada la temporada de lluvias. Siento llamarlo durante la festividad del pueblo.
Beto me alcanzó «el maletín» con esa mirada que ya habíamos construido juntos, haciendo una pausa al momento, quietos un instante como las ramas de los huarangos cuando ceden los vientos; algunos parches, una botellita de alcohol vacía, un estetoscopio sin protectores para orejas y algunas aspirinas… conocíamos el contenido del maletín de memoria, nunca necesitaba abrirlo pero lo cargaba conmigo desde que mis paisanos insistían en colocarse bajo mis cuidados. Aparecía aquel resentimiento que me indujo a abandonar mi pueblo en busca de hacer oír la voz de este olvidado paraje andino, pero la realidad me había abofeteado, ningún oído se mostró como receptor en los seis años que estuve fuera pero a cambio de la indiferencia hacia mi gente obtuve trabajo como ayudante de un doctor limeño.
Coloqué el inútil neceser a un lado e indiqué al criado traerme dos cucharones de la cocina. Minutos después, don Mario y Beto le sujetaban las piernas a Eva, abriéndolas de par en par. Con toda la habilidad adquirida en Lima, ayudándome con los cucharones, guié con astucia la cabecita hacia fuera de la vagina de su madre. Finalmente la habitación se inundó con el llanto del recién nacido. El olor metálico de la sangre sazonó el momento y mandé traer sábanas limpias y abundante agua.
Don Mario estalló en júbilo y mandó traer cañazo para celebrar. Nuestras gargantas hicieron comunión con el potente licor y buena parte de la alegría se trasladó desde el salón comunal de donde me habían convocado hasta la morada de los Portilla, en donde mi hermano y yo pudimos advertir con orgullo las bondades y desprendimiento de nuestra gente, festejando y brindando, a la vista porqué no decirlo, del maletín intruso y adusto, motivo de mi enfado, creando un equilibrio entre las falencias y la abundancia, tan presentes en las tradiciones.
Embriagado por la efusividad del orgulloso padre y por su cañazo, pensé que quizá sería este un buen momento para explicar por quinta vez desde que regresé a Sara Sara que no era doctor, que nunca había estudiado medicina y que al igual que muchos de mis paisanos era parcialmente ciego de las letras, fue entonces que entonado por el momento, los dedos de Beto pisaron las cuerdas de su guitarra, haciéndola cantar con aquella tradicional agudeza del yaraví más melancólico, todos los presentes, incluidos el azabache de los Portilla y Poeta, caímos en el encanto de la melodía, Mario y su mujer asentían y disfrutaban de la bella letra improvisada, dedicada a una nueva vida a orillas del Huanca Huanca.
Aquél día festivo dedicado al patrono del pueblo, Beto, Poeta y yo regresamos a casa cerca del amanecer, llevando con nosotros un cuenco con puchero como agradecimiento por mis servicios. Santiago Portilla se convirtió años después en el alcalde que finalmente brindó bienestar y prosperidad a estas tierras y mi hermano y yo recordamos a menudo las circunstancias de la llegada a Sara Sara de tan ilustre caballero.
Aún conservo aquel maletín, de alguna manera aprendí a tomarle cariño y a darle el sentido a las situaciones que encarnaba; la indiferencia social y el indomable sentido de oportunidad… una inhóspita rebeldía.
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