La incógnita despejada.

La incógnita despejada.

–La base de la filosofía es la incógnita. Al menos es lo que juran y perjuran aquellos que quieren saber. La incógnita como elemento esencial. Visualmente se nos muestra como un interrogante y, dependiendo del idioma, como dos. Abierto y cerrado. Igual, entre divagaciones meta-filosóficas, podríamos identificarlo con ceros y unos…aunque, debería reflexionar sobre ello antes de seguir. ¿No creéis? Así añadimos a las máquinas como interlocutores válidos para su despeje. No deberíamos quedarnos solo con las mentes decapadas…

Se hizo un silencio mientras el artista paseaba por el escenario en actitud de pensador. De paseador pensante…para ser más exactos.

–¿A qué se refiere con lo de mentes decapadas? – interrogó a voz en grito un miembro del público.

Desde el escenario no se veía nada en absoluto. Al propietario del local le había dado la manía de convertir aquello en comedia. Eso le daba un halo mágico al individuo posado encima de la tarima. En contrapartida, el foco cegador le partía la cara y le impedía poder visualizar siquiera a los de la primera fila de invitados a la actuación.

Lo dicho: Fundido en negro, nada. Nada, salvo que fijases muy bien la vista y tus pupilas aportasen un control automático perfecto de la obturación. (Todos sabemos que no es imposible conseguirlo, ¿verdad?).

–Bien. Me ponen en la tesitura incómoda del deber de respuesta, pero mi intuición me dice que hago mal en contestar. ¿Alguien más quiere saberlo?

Durante los tres o cuatro segundos siguientes a la pregunta lanzada cual látigo significante, nadie contestó. Ni siquiera se pudo escuchar el»cri cri» deseado (por todos) de grillos que fecundaran el silencio y lo hiciesen más soportable.

–Me lo imaginaba. ¿Por dónde iba? –preguntó al aire –. ¡Ah, sí! La incógnita. Ese impulso que nos mueve.

–¿Cómo? –espetaron de nuevo desde la oscuridad.

Parecía la misma voz. Desde bien infante tuvo la habilidad de reconocer voces.

–Creo que tiene demasiadas preguntas para empezar –contestó con gesto molesto. Al parecer, en su perfil filosófico-artístico no cabía la interrupción.

–Pero es contradictorio. ¿No se supone que la incógnita es la base? Entonces, ¿no me encuentro en el lugar correcto? ¿No es éste el sitio para empezar a construir uno su propia identidad, social y filosófica si se quiere?

El artista se detuvo. Su paseo llegaba al fin, a algún sitio lejano. Ahora observaba la silueta. Sus esfuerzos visionarios dibujaban una forma concreta de ser humano que se acercaba hacia él.

–No sé yo… –contestó al cuello de su camisa –. Por cierto, una pregunta. ¿Tenía usted que hacerlo en el momento de mi disertación? Sin acritud, vamos –repitió contra aquella silueta incrustada en la oscuridad.

–Discúlpeme. Es usted quien ha comenzado con el motor de la pregunta en su actuación.

–Disertación –corrigió.

–¿Disertación? –inquirió la voz todavía en la penumbra.

–No me irá usted a decir que quiere despejar la incógnita de la diferencia entre una actuación y una disertación…también –expuso poniendo los brazos en jarra a la vez que abría sus ojos con perplejidad.

–No, no…claro que no, caballero. Solo que mi interpretación sobre su disertación, en el escenario, me pareció una actuación.

–¡Ah! Las interpretaciones. Las interpretaciones las podíamos dejar para otra ocasión. Tienen mucha relación con la posverdad y su despeje. Pero, creo que hoy, ni es el momento ni el lugar indicado.

El público, que permanecía callado hasta ese momento, (no se sabía muy bien, si por seguir atentamente la conversación o porque, durante el tiempo que ésta se desarrollaba se comenzaron a servir las consumiciones, y, claro, eso despejaba más incógnitas de las tratadas en el partido de tenis lingüístico-filosófico allí disputado), comenzó a espetar ciertas onomatopeyas.

–¿Quieren que hablemos de las interpretaciones y la posverdad? ¿Es eso? ¿En realidad hemos venido a dotar a nuestros egos de suficiente aire?

–Yo, por mí… no. Pero, como usted quiera. O, como ustedes quieran –declamaron la voz y la sombra hacia el público.

Entre el murmullo se escuchó un hilo de voz:

–No estaría mal –.

Y esa fue la señal que el dueño del local aprovechó para anunciar el fin de la actuación. Pasaban más de 15 minutos de lo contratado.

¡Cómo pasa el tiempo! Hasta aquí, ¡la actuación! Perdón, disertación filosófica de hoy– corrigió rápidamente– . Démosle un fuerte aplauso a nuestro… ¿ilustre contertulio?! Ahora os presentamos a nuestro siguiente invitado… –decía mientras despedía con golpecitos en la espalda al filósofo.

Pero nadie le escuchaba. El murmullo aumentó de decibelios. Una canción daba paso a la presentación de la siguiente actuación. ¿Cómo era posible que se hubiese acabado en lo mejor? La incredulidad dio paso a los aplausos. Fueron in crecendo hasta ver desaparecer al filósofo haciendo mutis por el foro (izquierdo).

Pasadas dos horas. La sombra, transformada ya en mujer de pelo largo y sombrero negro, le esperaba en la parte trasera del local.

–¿Dónde dices que toca mañana?

–Salamanca.

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