Llegué pronto a la entrevista de trabajo, media hora antes de la cita prevista, y me senté en el sillón de la sala de espera que la recepcionista me indicó muy amablemente. El puesto que debía cubrirse era el de director de Recursos Humanos. A mí lado, más personas optaban a la misma oferta de trabajo.
El primer candidato que entrevistaron debía de tener unos cincuenta años. Era un hombre con canas y mucho estilo que vestía un traje ceñido. En su mano colgaba un maletín de color café. ¿Qué debía de llevar en ese maletín? Quizás un desodorante. Quizás nada y solo quería aparentar ser un alto ejecutivo. Quizás una recopilación de todas las cartas de recomendación de los sitios donde trabajó. ¿Quién sabe? Si la empresa buscaba un candidato con experiencia laboral, él era el idóneo para el puesto.
El segundo candidato que entrevistaron debía de tener unos treinta años. Era una mujer alta, rubia, con los ojos azules que vestía una blusa transparente y una falda corta. Para mi gusto no iba muy arreglada para la ocasión. Con un traje chaqueta hubiese quedado más elegante. Quizás quería impresionar al entrevistador con su belleza. Si la empresa buscaba una candidata que fuera atractiva, esa mujer daba el perfil.
El tercer candidato era yo. Un recién licenciado en Economía, con un máster en Recursos Humanos, que hablaba cinco idiomas: francés, inglés, italiano, chino y japonés, pero que no tenía ninguna experiencia laboral. Cuando estaba a punto de entrar para la entrevista, me pregunté: ¿Juan, de verdad quieres trabajar en esa empresa, resolviendo problemas con los trabajadores, tramitando nóminas cada mes, dando órdenes a otras personas? Odiaba estar encerrado entre cuatro paredes muchas horas seguidas, me gustaba más el contacto con la naturaleza. Lo mío era el arte. Contemplar paisajes y plasmarlos en una acuarela. Ver el chorreo de la pintura con la expresión de sus colores. De pequeño había ganado muchos concursos con mis dibujos. En el tren tenía la costumbre de hacer bocetos a las personas que se sentaban delante de mí y después se los regalaba. Pintar era mi pasión. Combinar la pintura con la creatividad me daba alas para volar, me hacía sentir vivo. Cuando pintaba nadie me decía lo que tenía que hacer y como debía actuar. Esa libertad era lo que deseaba para mí. Y solo la podía conseguir con los pinceles. Para no decepcionar a mis padres, estudié una carrera universitaria y me formé según sus directrices. Sin embargo, había llegado el momento de terminar con esa farsa y coger las riendas de mi vida para probar suerte en lo que realmente me entusiasmaba.
“Lo siento, debo marcharme”, le dije a la mujer rellenita que llevaba una libreta en la mano.
Con una sonrisa de oreja a oreja crucé la puerta de la salida, más feliz que nunca.
El día que tomé la decisión de cambiar mi vida, dejé de ser quien se suponía que era y me encontré a mí mismo.
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