´´El abogado del diablo´´

´´El abogado del diablo´´

frank coyote

19/04/2017

Sinopsis: En los caminos que rige la ley, siempre hay un precio a pagar cuando se atraviesa el umbral que nos define entre el bien y el mal.

La noche lo abrumaba y sometía en desvelos, que acompañaba con sedantes a sus ansias. James McNeil calculaba la vida que había compartido con ella, pero era un número en tiempo bastante borroso a su memoria y, más aún, desde que sabía que su mujer lo engañaba. Su vida se volvió imágenes cotidianas, en un mundo, en el que soportaba un peso ajeno de dudas y constantes preguntas sin respuesta que tensaban los hilos más delgados de su cordura, que ahora rescataba del ahogo con barbitúricos y antidepresivos.

María por su lado vivía una furibunda primavera de amor febril de volátil reflexión. Un fuego que pintaba su alma de cálidos y suaves colores que su matrimonio casi fenecido había decolorado, como el brillo de sus anillos nupciales, que atestiguan con nostalgia su posicionamiento en el recuerdo.

Pronto ella buscaría a George, sabiendo que él jamás encontraría duda a sus quejas y jamás se negaría a su pasión, por más sometida que por fuerza moral disponga, puesto que para él eso eran estupideces, como sentencia de temas conservadores a su libertino juicio.

El verano del ochenta y siete rugía con locura, sus rayos centelleaban como grito de felino, cayendo en perpendicularidad, pintando de mística imagen sus jardines descuidados y yermos como su amor en ocaso. James posó su cuerpo aletargado en una crujiente banca tras el soplo del viento bajo los robles, que latiguea resuelta su descolgada camisa. Contó los relucientes proyectiles en sus trepidantes manos. Perdiendo por instantes la mirada en los brillantes cascos resplandecientes, que reflejaban el sol de la tarde entre sus dedos, augurando un fatídico crepúsculo como las ideas que le rondaban incesantes por la cabeza. Su mente retomó por un instante el pasado, pensando. ¿En qué punto todo había empezado a salir mal?

Él, un ilustre abogado, que había combatido luchas odiseicas, mares de batallas presuntando el beneficio de la duda en sus clientes, en juicios casi incorrectos como los caminos del oficio. Recordando como su abuelo le confesó hacía muchos años aglomerados como dudas en su mente, diciéndole: Los abogados son los más grandes farsantes, mentirosos con saco y corbata. Pero él nunca quiso resolver el misterio. Esa trama de diretes y conjeturas populares que giraban en torno a su trabajo, mas solo actuaba por la voracidad del prestigio que su firma exigía y el éxito que reclamaba su carrera, como apetito de insaciable poder ascendente, sin tomar en cuenta éticas ni razonamientos morales, que la sociedad no justifica y por el contrario condena. Eso para James eran obstáculos, solo eso, montones de objetos en el camino que atropellaba sin duda y, certeza de fe, en pensamiento y acciones. Liberando a violadores, exculpando a ladrones, patrocinando a asesinos, limpiando a corruptos. Sus valores median el fin de sus objetivos sin importar los medios ni caminos tomados. Bajo el rígido limite que las leyes alumbran en flaquezas y debilidades para exculpar castigos. Él y su meticulosa mente ordenaban esos límites del juego, tomándolas como ventaja de la partida y se levantaba siempre victorioso en complicados juicios.

Pero ahora, que su mundo íntimo decaía, que el vértigo de la desdicha acometía a su destruido matrimonio, él reflexionaba sentado en el banquillo, con solo una cuarenta y cuatro entre las manos y algunos proyectiles como testigos brillantes en su presencia; así como esos mismos testigos que él usaba en las audiencias, de caras lánguidas, inflexibles, quizás temerosas, en los tribunales que resolvían sus casos.

Posó con cada recuerdo, una tras otra las balas que golpeaban galopantes topando el fondo del tambor del arma, mientras recordaba los fines de semana de etiqueta, esas noches glamorosas con sabor a tango y vino. Una atmósfera que reservaba solo el fino tino de los protegidos por la firma McGregor. Los salones tan amplios y opulentos como las excentricidades de su jefe, que abría las puertas de par en par al infierno que esconde los mismos vastos misterios que el oficio envuelve.

Eran los excesos que gravitaban su ego en sus lascivos sueños y aires triunfales, que no lo hacían reaccionar hasta que tocaba fondo, cuando regresaba de dispersiones de desenfreno, a una concreta realidad que lo golpeaba mostrándole a cuenta la expiración de su amor con una infidelidad de su esposa en brazos de otro.

Él no culpaba a María, él sabía que sus actos eran los desenlaces a consecuencia de las escenas infidentes con múltiples amantes, que él transitaba en esa película tan rápida y mortal que se tornó su vida.

Sus excesos lo consumían y aspiraba deseoso de librar el peso de sus penas, como la droga que necesitaba en mayor cantidad para maquillar los agujeros que atravesaban a cada minuto su alma.

Volviendo nuevamente a preguntarse: «¿En qué momento todo empezó a salir mal?»

Quizás ya había quemado muchas etapas, hasta llegar a aquella donde la inconsciencia nos rige. Pero ahora entendía el pago a la certeza de atravesar el umbral que nos define entre el bien y el mal. Y él sabía en qué posición estaba, y cuál era el precio que ahora el destino pronto le obligaría a pagar.

Nunca supe nada más de James McNeil. Él era una posible pieza que constituía una parte de la incertidumbre que generaba en mí, ese posible nexo por la invitación que me realizo Mr. McGregor a su firma de abogados. El rompecabezas que no dejaba pista de su paradero final y de la gran expectativa que me generó esa historia, que terminaba de oír de un amigo corredor de Bolsa de Wall Street, mientras tomábamos un café. Antes de mi cita con el letrado.

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