Es lo que nos toca. Lo que me toca. Verte así, tan ida, con los ojitos llenos de agua mirando algo más allá del papel mural. Y yo quietecita, limpiándote la boca con una servilleta que no aguanta más dobleces, pero no sirve de nada y te me mojas de nuevo. Entonces sí que me paralizo en esa profundidad celeste de tus ojos. Y me ahogo, mamita, me ahogo en ese silencio tuyo que se llevó consigo todas las voces de esta casa. De haber sabido que terminaríamos así me hubiera mandado a cambiar qué rato, pero una es tan retonta, mamita. Yo pensé que te me ibas a ir rapidito, que sería de un día para otro. Lloré tanto. De pena, de felicidad. Me vi haciendo planes, vendiendo la casa, viajando, comprando un lugarcito donde solo cupieran nuestros recuerdos felices. Pero los días pasaban y tú que echabas raíces en esta madera añeja, llenándote del mismo polvillo que cubre las fotos familiares, crujiendo al son de los peldaños de esa maldita escalera de caracol. Como si al hacerte una con esta casa repasaras el cuento de nuestras vidas; del viejo que escribió tantas líneas y emborronó tantas otras con sus manos inmensas, pesadas, de hombre. Tanto que lo quisiste, tanto que te hizo sufrir. A las dos. Y hace tanto ya que nos dejó solitas, con ese amargor, con su peste intoxicando cada uno de nuestros rincones. Qué calentitas tus manos, mamá, y mira, ¿sientes? Yo estoy helada, helada. Ay, y tus deditos, tan finos, de pianista. Y los míos gordos como los del viejo. De a poquito nos vamos marchitando, mamita, lo veo en tu piel, en esos manchones púrpura. Los mismos que me empezaron a salir a mí. Esos que el doctor apenas se atreve a revisar. Tan guapo ese médico, mamá, yo me quedé mirándolo como tonta mientras leía la torre de exámenes que te mandó a hacer. Y te envidié, te lo juro, porque a ti te besó en la mejilla y a mí apenas ese apretón de manos, tan de distancia, de no quiero estrecharte más que esto. Me entran unas ganas de gritar, mamita, pero aprieto los dientes y me lo trago todo, y es que te quiero tanto, tanto. Te quiero porque te acurrucabas conmigo y pasabas tus dedos por mi pelo, llenando todo con ese aroma dulzón de jazmín en pleno septiembre mientras me contabas de tus muñequitas. Esas que te traía el Tata de Europa o de Asia, de esos lugares que eran tan de cuento, de princesas misteriosas, de finales felices. Y yo soñaba tanto con las muñequitas, mamá, con ser una de pelo castaño brillante, ojos enormes, pestañas infinitas y vestidos con volantes, como de bailarina flamenca. Me dio tanta pena cuando dejaste de acostarte conmigo. Que estaba grande y no había espacio para ti, que tenía que hacer cosas de jovencitos. Fue ahí que el viejo empezó a meterse en mi pieza, con el tufo a pisco, llenándome toda con sus brazos, quemándome la nuca con sus ojos hinchados en rabia, raspándome con esa barba asquerosa. Y yo lloraba calladita, con los dedos salados del viejo sobre mis labios. Lloraba porque ya no sería tu muñequita, porque el viejo me raspaba, me trizaba mientras tus pisadas hacían crujir la escalera de caracol. Desde entonces que estoy rota, mamá. Tanto lo amabas, más que a nada, más que a mí. Pero se fue y te empezaste a morir de a poquitito. Inventaste una cárcel para aislarte de la vergüenza, de la pena, de mí. Te convertiste en una muñequita de labios torcidos, dedos petrificados como tarántulas y ojitos húmedos que se prendaron de esos pájaros con los que emprendes el vuelo imaginario. Y así te quedaste, clavada en un momento que es puro dolor, algo que no solucionaste con esa sonrisa de mejillas cálidas o esa mirada de cielo despejado. Yo me quedé nublada, mamita, con mi cara rasposa, cada día más como la del viejo, moviéndome las mechas para negar la naturaleza. Por eso es que a veces me da por arreglarme y me pongo uno de esos vestidos tuyos. Y me siento tan linda, mamá, tanto que abro las cortinas y pongo un bolero de Lucho Gatica para que todos me vean bailando. Igual como hacías tú cuando era niña. Y te veo sentada, calladita, y te sonrío con mis labios rojo sangre, y me pregunto por qué esa felicidad, la nuestra, nunca fue suficiente. Eras como un canarito que se sale de la jaula y vuela buscando una ventana por donde salir, pero te cansaste de tanto chocar con los vidrios y te encerraste de vuelta. Mamita, dicen que lo que se hereda no se hurta y yo soy igual de canaria. Mírame, si te tomo la mano, ¿sientes mis dedos o los del viejo? Ay, no me mires así que yo también me pongo llorona, ¿ves? Si soy yo no más, esta es mi carita. Ya, deja que te limpie de nuevo, ¿me reconoces? Soy yo, tú muñequita.

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