Cuando cruzó la puerta de la casa el corazón le latía con tanta fuerza que pensó que se le iba a romper dentro del pecho. Tuvo que sentarse en una de las tres sillas de cuero apoyadas en la pared del pasillo.
Enfrente, un rayo de luz entraba por la cortina entreabierta de la sala reflejándose en el frío suelo de piedra, era como si una certera flecha hubiera herido de muerte la vieja casa de su infancia.
Desde la ventana contempló los cipreses colocados en parejas, tranquilos e ignorantes de todo lo acontecido allí hacía años.

En la cocina, la calabaza hueca de Paquito estaba sobre la mesa. Su primo, la utilizaba de tambor, de botella e incluso de arma cuando tenía alguno de sus berrinches.
Abrió la vieja alacena, en los platos de su madre, los pájaros azules seguían revoloteando incansables.
Del otro armario, le llegó un fuerte olor a azafrán procedente de una solitaria lata oxidada que mostraba un dibujo de un pimiento de la Vera.
Tenía sed, del grifo emanó un hilo de agua turbia que cayó sobre la sucia pila de loza blanca, ahora gris, dejando un surco amarillento.
En un rincón, tras la vieja radio, descubrió una botella de coñac. Echó un largo trago que escupió inmediatamente en la pila.

Continuó su camino, preguntándose qué demonios hacía allí.
La escalera de madera emitió un gemido que se intensificaba al pisar cada peldaño. Cuando llegó al descansillo del piso de arriba le pareció que se había echado, de repente, quince años encima.

Entró en la primera habitación, la que fue de sus padres y después, solo de su madre.
La colcha blanca la había tejido ella, como había confeccionado las cortinas, los manteles y las sábanas. Cuando su padre se fue, se dedicó a bordar, tejer y cocinar, generalmente los platos que le gustaban, como si esperara que en cualquier momento entrara por la puerta.
En el baúl aún seguía la ropa de su padre, acarició su camisa y una congoja subió desde su pecho hasta su garganta. Con las manos ahogó un gemido de dolor y de rabia. Tantos años odiándole por haberles abandonado, y cuantos otros sintiéndose culpable por haber dudado de él.
Al abrir el viejo ropero, un penetrante olor a lilas se extendió por la habitación, era como si su madre acabara de salir de allí. Contempló el vestido rosa con el que acudía a misa cada domingo, la blusa de amapolas que se ponía cuando estaba contenta y el abrigo amarillo que le regaló el tío Alex.

Todos sabían que Alex siempre la quiso, todos menos ella. Su madre le trataba como a un hermano pequeño pese a que eran de la misma edad.
Su padre, siete años mayor que Alex, lo cuidó desde que era un niño.
Recordó a su madre contándole como se conocieron su padre y ella:
«Alex me llevó a su casa, teníamos que estudiar, tu padre estaba en la cocina pelando patatas. Alzó los ojos para mirarme y se cortó. Corrí hacía él y le limpié la sangre. Yo tenía doce años. Tres años después nos casamos.»

En la habitación de Alex hacía mucho frío, había varios libros sobre la mesa. En otros tiempos, esa mesa estuvo llena de botellas vacías. Siempre pensó que su tío empezó a beber porque le vino grande hacerse cargo de la tierra y mantener a la familia. Años más tarde descubrió qué fue lo que hizo que poco a poco aquel hombre alto y fuerte se fuera arrugando por dentro y por fuera.

Un día llegó la Sole, la peluquera, con su hijo Paquito y le contó a su madre que el muchacho era hijo del tío Alex, aunque éste lo negó, su madre dijo que tenía sus mismos ojos y lo adoptó. Esa fue la única vez que había oído a su madre discutiendo con su tío.
Paquito tenía trece años, era grande y simplón y estaba loco, se convirtió en el perrito faldero de su madre y en su pesadilla. Le pegaba cada día cuando estaban solos, con esa puñetera calabaza que llevaba siempre entre las manos.
Un día lo encerró durante horas en un arcón, desde entonces no aguantaba la oscuridad, otro intentó ahogarle metiéndole la cabeza en un barreño lleno de agua. Pero nadie creyó que aquel “pedazo de pan” pudiera hacer esas atrocidades.
Hasta que una mañana, el bueno de Paquito rodó por las escaleras, con la calabaza entre las manos. Desde arriba vio como la sangre brotaba de esa cabeza de melón y se sintió liberado.
Se sentó en la cama, en la misma cama que su tío le confesó, moribundo, que había matado a su padre. Nunca se lo dijo a nadie.

Poco meses después su madre también murió. Entonces se fue del pueblo y no volvió a mirar atrás.
Hasta aquella llamada, alguien quería comprar la casa y las tierras. Se juró que no volvería pero allí estaba otra vez.
La ventana se abrió bruscamente, una ráfaga de viento helado penetró en el cuarto. Cuando fue a cerrarla les vio, su madre y su tío estaban sentados junto al ciprés azul, tendrían unos veinte años, él le acariciaba la mano, ella vestía el abrigo amarillo y sonreía.

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