El agua es sabia.
Era momento de escuchar con todo detalle las señales. La primera, era que estaba allí de nuevo. Después de veinte y cuatro horas.
Vi sus flores, rodeaban todo el estanque. Por allí las blancas. Por allá las violetas.
Tuve miedo.
Había muchas como ella pero ninguna era igual.
Llega un momento en el que reconocerías a tu tortuga en medio de muchas tortugas, es algo que simplemente sucede.
Vi un caparazón que flotaba. Tuve miedo. Y no era el suyo. Esta tortuga era más pequeña y de diferente color.
Me pregunté si en un día, el agua podría haberle hecho cambiar de aspecto. No tenía sentido. Alivio inmenso al pensar que incluso las tortugas más jóvenes, y en su hábitat natural, pueden morir también. Sin que nadie olvidara sacarlas de hibernación, sin que nadie por descuido las privara de agua, parecía ser que sí, que era verdad, que todos tenemos un destino.
Recorrí todo el estanque, lo rodeé. Le di la vuelta.
Lloviznaba. Y yo también. Yo también lloviznaba.
Muchas de ellas se habían subido a las orillas en el pasto, como observando esa lluvia suave, parecía que estuvieran en el velorio de Esmeralda. Porque las flores del día anterior flotaban por allí, y por allá. Por allí las blancas, por allí las violetas. Yo nunca compro flores. No sé. Esa noche, cuando la encontré sin vida, había comprado flores. Cinco euros, cinco años. Cinco euros… Cinco años…
Estaban afuera del agua, las tortugas vivas, en diferentes sitios del estanque, en las orillas, como haciendo grupos para recordarla, para rendirle pésame, porque a los muertos hay que acompañarlos. No hay que dejarles solos.
Duele aquí, en el pecho. Hay que decirle al corazón que va a pasar. Masajearlo. Aquí, en el pecho.
Seguí rodeando el estanque, y divisé otro caparazón inmóvil sobre el agua. Seguí caminando. Lo observé de más lejos. Y seguí caminando, buscando el temor que ya había encontrado y no quería aceptar.
El día anterior la dejamos cubierta de flores. La amarramos a su coral, para que se hundiera, para que no flotara. Para que se hundiera… para que no flotara…
Pero yo estaba allí, y sabía que era el momento de escuchar con todo detalle todas las señales, me había prometido que nunca más haría caso omiso a las señales.
Decidí volver a rodear el estanque. Cuando llegué a la mitad, ese caparazón se había deslizado con el viento y la llovizna. Se estaba acercando cada vez más a la orilla. Yo le miré, y no pude dejar de mirarle más. Hasta que se acercó lo suficiente para saber que era ella.
Llega un momento en el que reconocerías a tu tortuga en medio de muchas tortugas, es algo que simplemente sucede.
Un niño con su familia pasó cerca, y la señaló.
_ «¡Mira papá, allí hay una muy grande, una que no se ha salido del agua!”
_“Está muerta hijo.”
_“Ahhh, pobrecita.”
Lo mínimo que puedo hacer es darte un entierro digno, pensé.
Saqué una tela amarilla de mi mochila. No sé por qué razón la llevaba, pero es verdad que estaba ahí desde hace ya mucho tiempo.
Y sabía que era momento de escuchar con todo detalle todas las señales.
Me había jurado que nunca más volvería a ver un caparazón dando por hecho que si no estaba dado vuelta, estaba en paz. Que nunca más dejaría en la oscuridad a nadie para obligarle a vivir un invierno que no era el suyo. Que nunca más dejaría de escuchar. Que nunca más, que nunca más. Por lo que no podía negar que no era una tortuga viva, sino una muerta que flotaba, y tampoco podía negar que no era Esmeralda, porque si lo era.
Llega un momento en el que reconocerás a tu tortuga en medio de muchas tortugas, aunque tus sueños te muestren lo contrario, es algo que simplemente sucede.
No me importó la gente. Nunca me ha importado que me miren, porque al final, nadie ve de verdad… Pasé la barda, siempre la paso, al lado de las tortugas, con las tortugas. La saqué del agua y la envolví en amarillo.
Es como si una parte de ella siguiera viva, y me hubiera estado esperando. No sé, a veces creo que fue ella la que me reconoció a mí. Y nadó hasta donde estaba yo.
Ay, cómo respiré. Respirar es tan importante. Ay su carita, ay sus ojitos, ay sus patitas. Era perfecta. Era mi mejor amiga. Era mi talismán.
Encontré una pequeña cascada bajo unas rocas, donde la gente pasaba a hacerse fotos. Me metí sobre las rocas y la dejé en el agua… Y esperé a que el peso del agua cayendo al estanque la hundiera, pero eso no sucedió.
Espasmo.
Veía el agua que caía sobre amarillo. No sé cuánto tiempo estuve así. Obstaculizaba las fotos de la gente. Allí, en medio de la cascada. Sobre las piedras. Mirando el amarillo. Y las flores del día anterior flotaban por allí, y por allá. Cinco euros… cinco años… Por allí las blancas, por allí las violetas. Yo nunca compro flores.
Me agaché y agarré una de las rocas sobre mis pies. Eso me dio la fuerza. Volví al agua. Tomé a Esmeralda, la saqué de nuevo. También me llevé la piedra.
A veces los límites se rebasan en un segundo, y después de pasar uno, puedes pasarlos todos.
Amarré al amarillo la piedra. De pronto, me di cuenta que la gente que pasaba me miraba, y ahí, atendiendo a mi cuerpo, también me di cuenta que estaba llena de agua, chorreaba gotas de agua. Pero ya no me importaba nada. Esme siempre fue una reina. Una diva. Una tortuga coqueta, perfecta. Prefería pasear por el piso en vez de meterse a dormir, por eso fue tan difícil el final, por eso hubo tanta confusión. Su despedida tenía que estar a la altura.
Dentro de mi mochila, también traía una inmensa tela azul. Envolví el amarillo, que envolvía a Esmeralda, en el azul. Todo estaba listo, lo sentí.
Busqué el lugar adecuado del estanque. Y encontré un árbol hermoso que se abría sobre la orilla, ofreciendo Sol y sombra en el pasto y en el agua. Me volví a meter, junto al árbol.
A veces los límites se rebasan en un segundo, y después de pasar uno, puedes pasarlos todos.
Me juré que a Esmeralda nunca más le faltaría agua. Nuca más.
Esmeraldita, perdóname. Perdóname. Te amo. Nos volveremos a encontrar. Buen camino. Y se hundió sin ninguna duda.
Alivio, desahogo, entereza. Las flores del día anterior flotaban por aquí, y por allá. Por allí las blancas. Por allá las violetas. Yo también flotaba.
Las tortugas le habían rendido un hermoso velorio y hoy yo había venido a su funeral.
Lloviznaba. Yo también.
Mi abuela dice que cuando se te muere un animal en casa, lo ha hecho para salvarnos de algo.
Yo digo que llegué tarde, llegué tan tarde…
Ahora voy al estanque a contemplar el agua bajo el árbol.
Cierro los ojos y le pido que por favor me perdone.
Y cuando los abro, siempre aparece nadando una tortuga.
Llega un momento en el que reconocerás a tu persona en medio de muchas personas, es algo que simplemente sucede.


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