El viaje de Bashira

El viaje de Bashira

J.Bos

09/09/2019

Un rayo de sol se cruza con sus pestañas cerradas. El bamboleo del mar la mece en un sueño ligero que se desvanece poco a poco con el escozor de la sal en los labios. Dormita, entre el sueño y el presente y se deja llevar por el graznido de las gaviotas.

Viaja a su hogar. Una tarde de primavera como todas las demás. Su madre tiende en el patio y los colores vivos de las sábanas bailan con la brisa. Mientras, los niños juegan a esconderse entre las telas y su padre talla una serpiente de madera que después decorará alguna de las mesas que fabrica. Mamá tararea una canción antigua, de las que las abuelas cantaban durante las travesías por el desierto. Y se mezcla con la música de la radio que se oye en el salón.

Ese rayo de sol que le quemaba la cara sentada en el suelo de su patio acaricia su frente a cientos de quilómetros. Las olas del mar rompen contra la barcaza y nota como su madre le acaricia la mano. Despunta el alba y el sol calienta. Casi han muerto durante la tormenta nocturna. Indefensas, junto a esas mujeres hambrientas y asustadas que ocupan cada espacio de la embarcación lucharon por sus vidas agarrándose al plástico y a cabos y a los brazos de unas y otras entre gritos y terror. Un miedo que desde hace un año aumenta y disminuye, pero nunca desaparece. Bashira dormita en esta madrugada soñando que se acaba el viaje, de vuelta a casa.

Una madrugada fría como aquella les despertaron los disparos en la calle. Media docena de hombres vestidos de uniforme entraron en la casa y sacaron a su padre de la cama gritando y zarandeándolo, acusándole de formar parte de un grupo de radicales. Junto con su hermano mayor lo sacaron al patio. Papá era el mejor carpintero del pueblo y tallaba animales en madera que luego regalaba a los hijos de los clientes. Leía poco pero sabía mucho y rezaba por el bien de la sociedad. Cenaba pronto y veía un rato la tele, pero prefería dormir y despertarse al alba para desayunar dátiles y fruta viendo amanecer. “El mayor regalo es la vida”- decía. “Y la mejor cámara de fotos, la vista”. Aquella madrugada, entre los gritos y los llantos de su madre y de los niños aquel grupo de hombres mató a su padre y a su hermano y les dejaron caer en el suelo de su jardín sin preguntarse la veracidad de las acusaciones. Bashira les vio temblar ante el fusil suplicando por sus vidas hasta que sus ojos se cerraron por el impacto. Hasta ese momento toda su vida había pensado que los hombres de su familia ni lloraban ni tenían miedo.

Poco después, cuando empezaron los bombardeos supieron que no tenían más remedio que huir de aquel lugar que ya no volvería a ser su casa. A los dos niños pequeños los enviaron con unos parientes lejanos a la zona más segura de la región. Parientes con dinero y posibilidad de viajar a lugares alejados que se convertirían en el nuevo hogar de los pequeños. Bashira y su madre, conscientes de su peor realidad, no pudieron hacer otra cosa que imitar a todas aquellas familias rotas que por piezas corrieron lejos y sin esperanza a reconstruir su puzle en otro país. La joven se llevó lo puesto y un póster doblado de su actor favorito. Su madre Fátima se llevó el reloj de su marido escondido en el hiyab, las canicas de sus hijos pequeños y la muñequera de baloncesto de su hijo mayor asesinado.

Caminaron y viajaron en autobuses repletos de hombres y mujeres que huían de la misma guerra. Cruzaron así de Siria al Líbano. En una ocasión, el autobús paró en un pueblo y dos soldados entraron buscando a un hombre que corrió hasta el final del vehículo sabiendo que no podía escapar. Y lo bajaron a rastras y le callaron los gritos con un disparo. Y nadie respiró. El miedo se palpaba en el silencio más callado y muchas mujeres lloraban sin gemidos unas lágrimas que caían al suelo de ese autobús lleno de historias con finales como las de ese hombre.

Dormían en la calle a veces. No querían gastar el dinero en lugares confortables porque sus amigos les habían advertido que, al llegar a Beirut, a veces exigían más dinero a los pasajeros por el pasaje a Chipre. Bashira apenas cerraba los ojos aquellas noches y le tarareaba canciones a su madre que sufría en sueños.

Que diferente este viaje del que hicieron una vez todos juntos, cuando los niños aún no habían nacido y ella y su hermano tenían edad de disfrutar. Habían recorrido su país en coche descubriendo pueblos y lugares que sus padres habían visitado de jóvenes. Y ahora, madre e hija indefensa, había días que sacaban fuerzas convertidas en rabia para dar un paso más hasta el siguiente coche o autobús que las alejara un poco más de esas tierras que las habían visto crecer.

Así llegaron a esta terrible noche, embarcadas como mercancía robada en una barcaza en las costas de Beirut. Expuestas a una tormenta que casi las escupe al mar entre olas violentas y los gritos de toda la embarcación. Bashira no paraba de pensar que tal vez el fin del viaje estuviera en el fondo del océano, un poco más cerca de los que habían perdido. Pero cesó la tormenta y no habían muerto. Y con la calma muchas se durmieron, cansadas de luchar, entre llantos y el eco de disparos y bombas y gritos en el recuerdo.

Y así amanece y un rayo de sol se cruza con las mejillas de Bashira que poco a poco se aleja del patio de su casa y abre los ojos mojados con gotas de sal. A lo lejos, enfrente, ya se ve la costa. La frontera de otro país.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS