Corriendo con los Rarámuris

Corriendo con los Rarámuris

justo castillo

06/09/2019

Martín se amarró dos racimos de capullos de mariposa a los tobillos y dijo: «Los Rarámuris caminamos con paso seguro sobre la tierra. No tenemos miedo de la montaña, por eso somos el pueblo de los pies ligeros»… y se puso a danzar.

Corrí detrás de él entre las piedras, cruzando el bosque. Abandonaba el sendero y de pronto volvía a aparecer delante de mi bajando por entre los matorrales. Subía a los árboles de dos zancadas para esperarme. Yo no pude sostenerle el ritmo. La pronunciada pendiente, tan familiar para él, me hacía estallar el corazón.

Al acercarme a los bordes de los abismos, un vértigo feroz e invalidante se me enredaba por la espina dorsal produciéndome escalofríos. El terror animal regido por la amígdala pugnaba por despertar de su hipnosis a mi alma absorbida por el profundo paisaje.

Allá, 900 metros más abajo, estaba yo mismo, despedazado entre las rocas después de haber dado un traspié accidental. O tal vez me había lanzado al vacío seducido por las nubes que atraviesan libres la barranca, acariciando las hondonadas que huelen a pino y a encino. La caída seguramente resultaría más veloz que mis más fugaces temores.

Martín vive allá abajo en una pequeña casita. No teme a las alturas, ni a la montaña, ni a la pobreza, ni a la vida. Empiezo a comprender porqué jamás lo podré alcanzar.

Él y su gente tienen una dignidad impresionante. Se saben una raza primigenia, pero el mundo se hace viejo demasiado rápido para sus perennes almas. Sufren la cruel asimilación a la sociedad en las ciudades. Su libertad en la montaña contrasta con su lacerante segregación en los pueblos. Acá, en las barrancas, viven muy pobremente, pero no se venden por nada.

En la rústica capilla de San Ignacio en Arareko, un esquelético Sacerdote de barba blanca y descuidada le habla en Rarámuri a un grupo de indígenas. La única media torre del pequeño edificio de piedra sostiene una vieja campana que tañe lacónica en la serranía.

Unas pocas bancas de madera sin respaldos están distribuidas perimetralmente. En el centro no hay mobiliario y los Tarahumaras están de pie. Los turistas empezamos a llegar en ruidosos grupos, sin entender, sin respetar, con las cámaras listas para registrar esas ajenas escenas de las que no sabemos absolutamente nada.

Afuera estalla la tormenta y los forasteros se lanzan en estampida dentro del sagrado recinto. La voz del misionero se vuelve inaudible por el murmullo y entonces los indígenas se acercan al altar. Comprendo que el Sacerdote les ha pedido que se aproximen, tolerando a la horda de salvajes que ha profanado el silencio y el espacio. Llevo un buen rato avergonzado y tratando de entender de qué va la ceremonia. Se trata de un bautizo colectivo. Las mujeres se arremolinan con sus vistosísimos vestidos y sus bebés cargados en torno de una improvisada pila bautismal.

Cuando les están poniendo el santo crisma, miro a mi alrededor. Algunos comen helado, muchos cuchichean. No me indigno porque me siento parte de ellos. Me dan ganas de llorar.

Salgo de ahí caminando de espaldas, al pasar por el umbral acaricio el cabello de una niña Rarámuri que me mira con ojitos curiosos.

Con un nudo en la garganta subo a la camioneta con la sensación de pertenecer a un grupo invasor. Nunca podría ser misionero, tengo la mala combinación de una mente que se enreda demasiado y un corazón de pollo. Supongo que el hombre de la hirsuta barba blanca sabe amarlos sin paternalismos y sin involucrarse sentimentalmente. Con todo, también él es un invasor.

Tejiendo mis nudos, aterrizo en el valle de los hongos en medio de la tormenta. Claustrofóbico, salgo de la camioneta y me pongo a correr entre las caprichosas formas pétreas. Me empapo y un grupo de Rarámuris me miran divertidos guarecidos debajo de una roca gigante. De pronto todos somos niños y la sencillez de la sierra se apodera de mi corazón. Mi hijo de 10 años me persigue sin entender porque a veces le digo que no se moje y esta vez no le reconvengo nada mientras recibimos de lleno la lluvia. Mi alma se expande feliz y mis madejas se desatan. Me refugio junto a mis hermanos Rarámuris y somos iguales debajo de la roca.

Antes no sabía nada de este pueblo misterioso. Después de este viaje, sigo sin saber nada de ellos, pero ellos me enseñaron un poco más acerca de mi.

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