Viaje con fondo de agua y detergente

Viaje con fondo de agua y detergente

Antonio Fernandez

09/09/2019

…ciclo de lavado o tiempo muerto, qué más da, me refiero a esos quince minutos en los que ves girar tu ropa sucia tras la puerta redonda y transparente de una lavadora a monedas, pensando que aquello es como mostrarle al mundo tus miserias empapadas en agua y detergente -ojalá hubiese una metáfora válida en esa imagen, pero creo son solamente unos calzoncillos dando vueltas- algo que empeora cuando ves el reflejo de tu cara en ese cristal, prenda sucia y burbuja al fondo, pero en fin, como decía, allí fui cada martes durante meses, por circunstancias que no vienen al caso pero relacionadas con la penuria habitual de un estudiante de bellas artes, y bajo aquella luz blanca y fosforescente, de esas que acentúan hasta los contornos que no están, en un momento entre el prelavado y lo que debe llamarse lavado, aparecieron unos pies de mujer como surgidos desde otra corriente estética -ennegrecidos por el humo de la ciudad y en contraste con el rojo de las uñas y el oro del anillo en el segundo dedo- tan bellos, decía, que no dejé de mirarlos hasta que, lúcida y consciente de mi fijación, ella bajó la vista y dijo “lo del anillo en el segundo dedo es porque en el primero no me cabe y en el resto me queda demasiado holgado: lo curioso es que en el pie derecho me sucede exactamente lo mismo pero con el tercero” y así, con una conversación sobre nada, solo por la belleza algo epifánica de unos pies en el centro de un martes de septiembre, de esa forma nos tomamos poco después un café post epifánico en el bar de enfrente, ambos con nuestras bolsas de ropa limpia, con los efluvios del suavizante invadiendo el ambiente del bar, pasando de inmediato a las cervezas, y con la luz de la tarde filtrándose entre las voces y el cristal de las botellas llegamos sin urgencia a una noche que dejaba entrever la poca prisa de ambos -ninguno de los que lavamos la ropa en ese tipo de sitios la tiene- recalando finalmente en ese bar clandestino que todos conocen, dijo, no lo sé, pero desde luego era más oscuro, más denso, y ahí charlamos sin que nuestra conversación llegara a explotar, respetando siempre los márgenes de la intimidad -con algún breve comentario acerca de viajes y expectativas, recordando cuántas veces hacemos las maletas con la intención de que pase algo en la vida, cualquier cosa, cualquier algo, con ese afán de movimiento y acción que suele llevarnos a cometer nuevos errores y, solo de vez en cuando, a dar con algún hallazgo interesante que poco a poco transformaremos de nuevo en rutina y aspereza- los márgenes, decía, de una noche que fue tornándose todavía más espesa, o al menos la espesura se aloja en mi recuerdo, en ese bar de múltiples habitaciones en penumbra, entre conversaciones con extraños y olor a periódicos viejos por el suelo, ella descalza y tirando de mí hacia un lugar sin gente pero con cuadros en las paredes, Klee, Malévich, Hopper, “somos halcones en la noche” dijo justo antes del beso sobre el sofá de terciopelo y ceniza, un beso que continúa en el taxi que nos lleva a su casa, y ella me aparta, me sonríe y deja escapar su mirada más allá de la ventanilla y yo hago lo mismo, imito sus gestos y observo una ciudad distinta a la del día, las farolas aún encendidas, una leve luminiscencia azulada que sugiere un amanecer remoto, de nuevo mi reflejo en el cristal, esta vez con un fondo de neones y tragaperras y posos de chatarra en las esquinas, la imagen de mi cara mientras nuestros dedos están entrelazados, como entrelazados seguimos al despertar, en su piso de estudiantes donde hay un gato con la lengua llena de pelos y un pasillo de miradas y de curiosidad que desemboca en el ascensor y luego en la calle, bajo el sol de lo que debe ser el mediodía en una ciudad de nuevo distinta a la noche anterior, la ciudad que nos acoge por sus aceras, por terrazas de sol y pájaros rojos como los del cuadro que más tarde, en el museo donde ella trabaja, despierta nuestro interés, los pájaros rojos de Ernst, situados junto al blanco y negro de las fotografías de Sánchez Portela, el torero, los trabajadores y, finalmente, la imagen que nos aboca a lo insólito: una treintena de lavanderas en “los lavaderos de la calle Galileo”, con los ojos puestos en los nuestros, una conexión de miradas atemporales que tratamos de interpretar aunque no haya nada interpretable, tan solo una línea imaginaria que nos une, que pone en común nuestras incredulidades, y en los ojos de la chica del anillo percibo la auténtica convicción de haber dado con esa cosa mágica hecha de azar y circunstancia, ese algo terrible, y es ahí cuando vuelvo a ver mis contornos en el vidrio que me separa de la fotografía, mi reflejo sobre las lavanderas, y las olvido en seguida para concentrarme en mi cara, en los mismos ojos inexpresivos que me había devuelto la ventanilla del taxi, idénticos a los del cristal redondo de la lavadora, con un fondo de jabón y detergente, con mis calzoncillos rodando entre la espuma hasta que un pitido señala el final del ciclo de lavado y todo se detiene menos el parpadeo del reloj digital, sus ceros esféricos y determinantes, puestos ahí para indicar que han pasado los quince minutos y que ya puedo sacar la ropa para meterla de nuevo en la bolsa con la que volveré el martes que viene a completar un nuevo ciclo dentro del ciclo dentro del…

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