En la época de mis viajes africanos, pude visitar Guinea Bissau en torno al año dos mil siete. Se decía que se encontraba por aquel entonces entre los diez países más pobres del mundo. Aunque se hayan leído muchos informes, documentos y revisado muchas estadísticas mundiales, una no sabe en realidad qué significa algo así hasta que no pone el pie por primera vez en su vida en la pista casi inexistente del aeropuerto. Aún se entiende mejor qué significa cuando ninguno de los aparatos de telefonía móvil logra conectar con ninguna red para la comunicación exterior al llegar al país.
Recuerdo al detalle el hotel donde me llevaron y que fue mi casa durante los únicos cincos días que viví en Bissau. Mi pequeño hotel guineano no era tal sino una antigua residencia de estudiantes del tiempo colonial portugués que había sido rehabilitada para darle uso turístico y captar a los pocos turistas o profesionales que caíamos en Bissau en aquella época del año, casi al final del otoño. Estaba construida en la vereda de la que se suponía que era una de las principales avenidas de la capital, en ladrillo rojo y con varias alturas donde se iban superponiendo habitaciones, terrazas, la recepción y las zonas comunes habilitadas para el recreo de los residentes y la sala del desayuno.
Recuerdo sobre todo la exuberante y cuidada vegetación que se mostraba en cada uno de los espacios y los pequeños detalles que alegraban cada rincón de la residencia. En algunas de las terrazas habían instalado enormes jaulas pintadas en blanco que eran habitadas por pájaros de mil colores que animaban nuestra estancia con su presencia.
Viene además a mi memoria ahora el ruido constante del generador de electricidad que mantenía el sistema de suministro del hotel. Aquel artilugio, antiguo y oxidado, nos permitía tener encendidos durante toda la noche algunos aparatos de aire acondicionado en las habitaciones principales.
Sin grandes lujos mi pequeña residencia guineana permitía descansar con cierta tranquilidad. Salvo una noche. El generador de electricidad falló. A esas horas de la noche resultaba imposible repararlo e imposible resistir las temperaturas que se alcanzaban en la habitación.
Como única solución opté por salir a una de las terrazas contiguas a mi habitación con mi paquete de tabaco de marca extranjera para fumar un par de cigarros que terminarían siendo muchos más. Con el tabaco no iba a lograr en ningún caso amortiguar el calor pero sí al menos la impaciencia y el insomnio. En aquella época yo era una gran fumadora y casi todas las desgracias que me sobrevenían las curaba con nicotina. Me senté en un columpio que tenían instalado en esa terraza a esperar un milagro mientras observaba el impresionante cielo guineano desde esa magnífica posición africana.
Se escuchaban algunas voces en la sala de recreo que había al fondo. Un par de hombres jugaban al billar. Aunque hablaban despacio, alcanzaba a escuchar algunas partes de su conversación en portugués, el choque de las bolas de billar cuando se iban cruzando sobre el paño de la mesa y el tintineo de los cubitos de hielo en las copas que estaban tomando.
Noté una presencia a mi espalda: ¿No puede dormir? Alguien se dirigía a mí en un español con acento castizo que reconocí de inmediato como propio. Me giré. Un hombre de unos cincuenta años, con barba blanca bien arreglada y un puro en la mano, se me iba acercando. No me extraña, añadió, la noche se ha vuelto insoportable. Supongo que no querrá contarme qué hace aquí aunque tal vez sí quiera saber qué me ha traído a este punto del planeta. Me llamo Tina, le dije. Carlos, encantado.
Así comenzó una de las noches más apasionantes que recuerdo. En aquella terraza de la antigua residencial portuguesa, escuché hablar de Amílcar Cabral, de los teóricos principales de la lucha armada para la liberación africana y de sus batallas para el reconocimiento de sus pueblos. África se abrió inmensa ante mí en aquella noche inolvidable de Bissau donde la resistencia al ocupante extranjero tomaba forma en los relatos que Carlos, un verdadero experto en la historia africana, me iba desgranando.
Al poco se sumaron a nuestra conversación los dos hombres de la partida de billar tras terminar sus juegos. Se trataba de dos amigos que conocían a Carlos, un guineano y un portugués, Desejado y Fernando. Ambos se encontraban de visita en Bissau donde habían nacido pero vivían en Lisboa. Con estos tres compañeros de viaje compartí las trágicas historias de los obreros del muelle Pidjiguití en el puerto de Bissau, las grandes gestas de la movilización obrera en el continente africano, la politización de las zonas rurales más escondidas del país, las matanzas, la clandestinidad, las acciones guerrilleras, los actos de sabotaje a las empresas portuguesas.
La noche avanzaba y seguían interminables las narraciones, algunas ciertas, otras mágicas e imposibles pero preciosas. Las anécdotas familiares y personales se fueron mezclando con las narraciones rigurosas de los hechos.
Nuestros compañeros aderezaban nuestra lengua nativa con la musicalidad de vocablos portugueses bellísimos con los que trufaban sus historias. En aquella sinfonía de palabras, los errores eran logros y las palabras inventadas sobrevivían entre nosotros contra todo pronóstico en virtud de la lógica y de la historia compartida de nuestros ancestros. Bebimos, fumamos y charlamos hasta dar con nuestras almas extenuadas en el amanecer rojizo de aquella terraza.
Punteaba ya el sol cuando me retiré de aquella tertulia improvisada que tocaba a su fin. Me di una ducha fría y pude estirarme en la cama un rato antes de salir a mis obligaciones. Cerré los ojos por un momento. Mi alma aún destilaba la emoción de la lucha denodada de un continente abierto de par en par ante mí. Aquella noche me prometí varias cosas: conservar siempre en mi memoria la rica y emocionante belleza de los relatos de aquel columpio guineano, dejar de fumar y no olvidarme nunca de Bissau. Cumplí las tres.
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