La hermética habitación te rodea con un frío que te despoja de toda humanidad.

Una sensación que no es posible describir con palabras, que trepa por tus huesos como enredaderas y los estruja con delgados dedos hasta que truenen, y el dolor siga su camino por tus nervios expuestos.

No hay nada que la ilumine más que el único foco en el centro de un techo inexistente. Una luz que parpadea intermitentemente, y lanza destellos fluorescentes sobre tu rostro infantil y lo quema como todas las cachetadas, y puñetazos, y agresiones verbales que recibiste.

Esos moratones te hacen ver hermosa, te había dicho. Y, al observar tu palidez verdosa junto a tantos colores en el espejo, le habías creído.

Aunque sin duda son las paredes, con pintura que parece derretirse, lo más escalofriante. Sobre ellas, millones de polaroid alineadas, en las que puedes notarte como protagonista, en un millón de actividades que no recuerdas haber hecho jamás.

No recuerdas a ese hombre que aprisiona tu cintura con unas manos que lucen como garras, zarpas que se dejan surcos de los que brotan gusanos que nadie más que tú parece ver, no recuerdas haber estado tirada en aquel callejón en la madrugada, claramente borracha, con las prendas desgarradas con violencia lobuna y las piernas poseídas por un rigor mortis que se tatuó en tu sistema, no recuerdas haber despertado de aquella cama desconocida con la nariz ensangrentada y un tsunami de arcadas que se había instalado en tu consciencia.

Las fotos con el borde quemado pulsan, aunque no sabes si son ellas o lo que queda de tu corazón, que golpetea con tanta fuerza que parece querer romper tu caja torácica.

Corre, te grita, corre y no regreses nunca.

Cuando el foco cede y te quedas en la penumbra, el desliz de las paredes al moverse taladra tus tímpanos y se convierte en tu único acompañante, descubres que eres esclava de la claustrofobia.Y de tus memorias; pequeñas cajas de pandora.

Con los brazos estirados, puedes tocar las paredes que te encierran, las fotografías se desmoronan entre tus manos sudadas, manchadas, culpables, pero no crujen cuando se destruyen.

El único sonido, que rebota con un eco enfermizo, es el de tus miserables lloriqueos.

Cuando caes de rodillas al suelo, descubres que no hay suelo, tan solo nada negra, por lo que caes, y caes, y caes.

Esperas que el aterrizaje te mate.

Tu mente es un país oscuro.

Pero tú decidiste comprar el boleto a la Tierra de Nadie, tú fuiste la única que decidió ponerle fin a las noches de vagar sin rumbo en un limbo que no te deja seguir adelante, no hay nadie más que pueda asumir la culpa de tus traumas que tú misma al intentar pagar la cruda verdad con descuentos.

Esperas, que con la caída en picada, no te veas obligada a emprender ese viaje nunca más.

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