I.-
Me cuesta recordar como se llama la villa. Tengo que fijarme en el planisferio. Cada vez.
Sin embargo, retengo en mi interior, nítidamente, la fragancia innominada que allí descubrí, porque conforma el hilo conductor de algo mucho más tangible que un aroma sutil. Algo que ahora no logro transformar en palabras.
Y aunque me demande un gran esfuerzo voy a tratar de poner las ideas en orden.
Cuando emprendí el viaje por aquella villa era apenas un muchacho de cabello largo, barba candado, cobrizo todo. Era proclive a dejarme llevar. Trabajaba y vivía en Sudamérica. Tenía una memoria envidiable. Rostros, estrofas, partes de libros. Calles, mapas. Todo aprendía y recordaba con facilidad.
Ahora, en cambio, son sólo fragmentos los que conservo. Algunas pocas olas del mar llegan a la costa de mi recuerdo.
II.-
En este instante puedo verlo claramente.
Estoy parado al costado de un río delgado. Puedo ver la otra orilla y el puente de piedra que, a un puñado de metros, cruza hasta el otro margen.
En el cielo prístino, miles de faroles como acuarelas de distintos colores se están encendiendo. Focos, linternas, lucecitas se prenden junto con la llegada del atardecer. Se elevan o navegan por el río dotando a aquella villa de magia y embrujo.
La vivencia importa una sensación poderosa que excede cualquier delicia que intenten las fotografías. Escenario embriagador que demuestra lo pequeña y a la vez formidable que puede resultar la humanidad.
III.-
Estoy vivo en aquel recuerdo. Soy aquel hombre joven y rojo a la vera del río. Estoy absorto contemplando ese cielo nocturno.
Y de pronto reparo en que mi mano sostiene, toma de la mano a una mujer menuda.
Ella es parte del hechizo. Ahora abraza mi cintura.
Su cabello es largo, lacio, renegrido. Sus ojos ligeramente rasgados.
Ella es, la que lleva la fragancia que desde entonces persiste en mi inventario.
IV.-
Camino durante horas junto con esa mujer, hasta que el amanecer se desenvuelve y disuelve la entrañable belleza de la villa iluminada.
Luego, por la margen derecha del río, vamos hacia la desembocadura donde nos quedamos contemplando la pasividad del mar.
La mujer, amable y silenciosa, es de una edad similar a la mía. Sus manos indican, sin duda, que trabaja la tierra. Con su inconmensurable dulzura evita hablar o que la interroguen acerca de la guerra. Sus ojos de miel oscura me dicen que ha sufrido.
Aquella mujer se llamaba…
Maldición. No puedo recordarlo. Es tan frustrante.
V.-
Ahora que lo pienso. Podría afirmar que he retornado a esa villa desde entonces. No una sino varias veces. Es un viaje extenuante.
«Demasiadas horas en pájaros mecánicos» repite en mi cabeza una voz sin rostro.
Las palabras de los carteles de aquella villa, son ininteligibles, aunque pertenecen a nuestro alfabeto. Otrora eran letras propias de la china. Pero no ya. No más.
Las letras van vestidas con muchos tipos de acentos y tildes. El sonido de esa lengua es dulce y áspero, sus notas parten de las vísceras mismas de la garganta.
En esa ciudad, esa mujer asiática, me acompaña. Invariablemente.
Lee todo por mí.
Puedo ahora recordar, especialmente una noche cenando de cara al mismo río. Una velada llena de risa y luz. Pan francés. Vino. El pelo negro de ella junto a la brisa. Una larga caminata. El primer viaje. Cuando yo era rojo como el fondo de su bandera y ella, que era oscura, juraba ser amarilla como su estrella. Nos reímos abrazados, cruzamos el puente hecho de piedra. Hicimos una promesa.
Pero no puedo precisarlo, la pronunciamos en su idioma. Ella me enseñó las palabras en su lengua.
VI.
Es domingo hoy. El enfermero señala a las dos visitas.
Ellas. Tienen la misma estatura. Leves, menudas.
La misma fragancia que evoqué cuando comencé a hacer memoria emana de ambos cuerpos. Delicada y persistente. Floral, donde prevalecen los jazmines.
Rasgos asiáticos, ligeros, repletos de ternura innata. Cabellos azabache.
La mujer adulta me abraza. Igual que antes.
Su fragancia me deposita en la noche de su país natal.
Lejísimos.
La otra mujer, joven, también me abraza. Está llorando.
Por un largo rato, cruzamos miradas como bandadas, nos sostenemos las manos. Hay una armonía y una cordialidad con la que estoy muy cómodo. Descanso.No tengo registro verdadero de quienes son. Aunque puedo imaginarlo.
Ellas lo saben. Me cuentan de sus vidas cotidianas. Me parece asombroso todo. Extenuante.
Un nudo gigantesco me atenaza la lengua. Un lago de brea tapa el manantial lacunar de mi memoria.
Sé que sus nombres son breves y cortos. Con sonido propio e identidad definida específica genuina. Pero jamás podría pronunciarlos.
VII.
La tarde avanza en la noche.
La mujer joven rebusca algo en su tapado. Extrae un papel rectangular. Lo despliega. – Es un mapa – la mujer habla por primera vez. Es parte de un continente. Indochina.
Se me presentan de pronto, todos juntos, un montón de momentos. Por un instante todas las horas de mi existencia encajan como las piezas del mecanismo de un reloj.
La mujer adulta pone su índice sobre la alargada superficie de Vietnam. Sonríe.
A su turno la joven me señala un punto en la costa de ese mismo país. – Aquí nací yo – afirma. Y junto al punto dice. Hoi An. Son sus primeras palabras, demuestran que habla el castellano mejor que la otra.
En otro flash de la memoria rebobino.
Estamos los tres de pie. Sobre un puente que se erige entre las márgenes del río Thu Bon. Vemos pasar las faroles flotadores que encendimos en su orilla hace apenas unos minutos. Nos reímos. Cantamos. Ambas me abrazan. La vida prosigue, fluye, tiene felicidad, tránsito, igual que el río. Río y recuerdo. Llego a un estado indoloro.
Ellas están siempre conmigo desde aquella vez que me interné en la geografía de su existencia.
Mi enfermedad ha hecho estragos en mi memoria, como una guerra librada dentro de otra guerra, sepan disculpar.
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