Esa vida que no viví.

Esa vida que no viví.

Miguel R.

20/08/2019

Desperté aterrizando en un mundo que reconocí. Mi casa, mis amigos. Todo parecía normal. Teníamos pendiente organizar un viaje y lo hicimos pronto, casi de manera instantánea. Duraría solo un fin de semana, pero el camino sería largo.

Salimos por la mañana después de dormir en mi casa. No hay mucho que contar. Yo me senté en uno de los lados, y aparte de ver los paisajes durante un rato, lo único que hice fue dormirme. Que ironía.

Cuando desperté habíamos parado. Era la hora de comer y nos encontrábamos en una ciudad que me llamaba la atención. Era pequeña, pero tenía alma de metrópoli. Parecía algo triste, pero estaba llena de luz. No sabría explicar qué, pero esa ciudad tenía algo que le hacía especial.

Comimos en un restaurante bastante acogedor. Estaba prácticamente vacío, pero al igual que la ciudad, no era el típico restaurante de un pueblo medio vacío. Era amplio y sus mesas estaban organizadas en dos bancos por cada mesa. Era como el típico restaurante americano.

Cuando terminé de comer, salí solo a darme una vuelta por aquel lugar. Mis amigos me llamarían cuando fuera la hora de irnos. Así que empecé a recorrer las calles blancas de esa ciudad la cual me maravillaba. No había nadie por la calle, hasta que llegué a una especie de plaza enorme. Allí la gente se multiplicó. Una multitud de personas se encontraban de fiesta, y yo traté de abrirme paso entre ellas. Para mi sorpresa, reconocí a varias personas de mi ciudad. Gente que había ido conmigo a clase, con la que alguna vez había bebido o aquellos con los que nunca tuve relación pero conocía de vista. ¿Qué hacían allí? Yo no entendía nada. El caso es que seguí avanzando, contagiado por la fiesta. Embriagado por el aire de esa ciudad tan rara.

Fue entonces que llegué a una calle más estrecha, pero con bastante gente amontonada y algo expectante no sé a qué. Me seguí abriendo paso hasta que llegue a la esquina de la calle, donde se cortaba la multitud. Fui a cruzar la calle cuando vi un desfile de disfraces que llegaban justo en ese momento. «Un carnaval, ¿en serio?», pensé. Tenía que irme de allí, el coche saldría pronto. Y la verdad es que no me apetecía quedarme tirado en esa ciudad de la que no conocía ni su nombre. Me apoyé en una pared a esperar que el desfile pasara, cuando la vi. Era ella. No me lo creía. Me miraba y se reía, justo enfrente mía. ¿Qué probabilidad había de encontrarme a la mujer que amaba en aquella ciudad? ¿En aquella calle? ¿Qué magia o broma de mal gusto era ésta? Estaba con un amigo, el cual ya conocía. Nos pusimos a hablar. Ella siempre con esa maldita sonrisa.

-Necesito cruzar e irme de aquí, mis amigos me estarán esperando -dije.

-Si, vayámonos – dijo su amigo-. ¡Ahora, cruzad!

Y entre un hueco que dejaron dos grupos del desfile, nos escapamos.

Ella y yo no hablamos mucho. Ella solo reía. No pregunté siquiera que hacían allí. Tampoco ellos preguntaron que hacía yo. Parecía como algo normal que nos hubiéramos encontrado en una ciudad sin nombre tan lejos de la nuestra. Y en medio de ese desconcierto, yo me encontraba muy a gusto. Era como un sueño. Y la cosa iba a mejor. Ella cada vez reía más.

Al fin nos detuvimos en un lugar donde no había gente. Debían ser las afueras de la ciudad y estaba cerca de donde deberían estar mis amigos. Pero por allí no había nadie, y la verdad, tampoco me preocupó. Seguramente estarían dando una vuelta como hice yo. A lo mejor ellos también se habían encontrado con la mujer que amaban y estaban sentados en el suelo de una plaza con ella y su mejor amigo como estaba haciendo yo. O quizás me estaban buscando. En todo caso, no me importaba lo bastante como para querer irme de allí.

En el suelo de esa plaza no se habló. Como si de una especie de milagro se tratase, ella dejó de reír y se colocó detrás mía. Me ofreció sus dos manos desde atrás. Yo no me giré. Solo estreché sus manos con las mías. Ella se apoyó en mi espalda. Y en silencio, y sin mover más que las manos de vez en cuando para juguetear, bailamos.

A ella la conocí cuando tenía 14 años. Íbamos juntos a clase y, podría decirse, que desde el primer momento nos gustamos. Pero nunca intentamos nada. Ella era mayor que yo, y me dijo que un futuro estaríamos juntos. Que me buscaría. Nuestra historia desde esa promesa hasta ahora sería muy larga de contar. Yo la empecé a amar sabiendo que era imposible. Ella siempre cuidó de mi entre la distancia y el contacto. Con el tiempo ese poco contacto se perdió y le perdí el rastro. Lo que nunca perdí fue mi amor por ella. Siempre albergaba esperanzas. El caso es que nunca volvió a buscarme. Se le olvidó que los años cambian muchas cosas, que ya no seríamos los mismos. Y no lo eramos. Sin embargo, en esa plaza si lo fuimos. Nuestras manos nos hicieron retroceder al primer día. Como dando una segunda oportunidad.

No sé cuanto tiempo estuvimos allí. Siempre en silencio, solo nuestra piel hablaba. De vez en cuando pensaba en mis amigos. Llegué a la conclusión de que el tiempo se había detenido. Que nuestras manos eran capaces de todo. No se escuchaba un ruido, solo respiración. Ni siquiera el Sol se atrevía a molestarnos. Nada y todo sucedía en ese lugar. Solo existíamos nosotros.

No recuerdo mucho más después. Vi mi habitación y la ventana por donde la luz que me había despertado entraba. Sentí entonces como mi alma se iba. En busca de su alma, espero, para contarle lo sucedido. Lo que hicimos, pero no sabe. Ese viaje, que nunca hice. Esa vida, que no viví.

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