Me bajo en la última estación

Me bajo en la última estación

AGustin Villacis

16/08/2019

A las 12, al mediodía, el tren se detuvo. Me acuerdo claramente de eso.

Han sido varias horas de mirar extasiada el maravilloso paisaje de los Alpes. Un espectáculo que es como un calmante para mi cuerpo adolorido, un espacio de tiempo en donde adormezco mis males.

—Mira, Antonio, mira hacia allá —le digo a mi esposo.

—Sí, lo veo. Es una pequeña aldea cobijada por los primeros copos de nieve en un invierno que ya llega.

Son la 1 de la tarde, y ya han terminado de subir y de bajar los pasajeros, todos vestidos de blanco, y el tren inicia su marcha para seguir escalando las montañas.

Todos buscan sus asientos, apresurados y tensos.

El vagón tiene una ventana al cielo, cubre todo el espacio y me trae muy cerca las nubes y el azul del firmamento. Es un cuadro que cambia frente a mi mirada y que se va transformado con el rechinar de los rieles a medida que avanzamos.

“¡Oh, Dios mío! —susurro en voz baja—, ¡tanta belleza junta!”.

El tren se mueve despacio, parece que no le quiere hacer daño a la naturaleza, a los lagos que esperan en las laderas, a las ramas de los árboles que arrojan hojas a nuestro paso.

Los pasajeros van en silencio; leen, murmullan. Entran y salen del vagón constantemente.

—¿Cómo te sientes, vieja? —pregunta Antonio.

—El dolor viene y va —respondo.

No importa, la vida me permitió este paseo que mató mi dolor del cáncer. Al menos por unos momentos.

—Es hermoso, Antonio —le digo mientras miro hacia la parte de arriba del vagón.

El dolor no tiene color, ni aroma, pero este azul turquesa de los lagos y el blanco de la nieve entierran con el frío de un invierno temprano la sombra de la muerte.

—Antonio, creo que la vida me está permitiendo conocer el paraíso —digo mientras mi mirada sigue extasiada observando la naturaleza.

Miro el reloj, y son las 2 de la tarde. No quiero que este viaje se termine, ha sido para mí un escape de mi realidad, y no quiero volver.

Escucho a un señor sentado cerca de mí toser mucho. Se levanta al baño. Se le escucha vomitar.

Antonio me mira, toma mi mano y me dice:

—¿Quieres seguir intentando?

Cierro mis ojos y le digo:

—No, ha sido suficiente. No más.

En ese instante había aceptado la muerte, había dejado la lucha y tan solo quería volar y perderme entre las nubes que se movían entre los picos de las montañas, pero no quería seguir. Había llegado al fin de mi destino.

Son las 3 de la tarde. El tren sigue su marcha, yo escucho gente murmurar, no se entiende lo que hablan. Son solo murmullos, pero son sonidos cercanos.

El hombre sigue tosiendo. Cada vez más fuerte.

Siento que el tren ha llegado a la cima, se detiene una vez más para dejar que suban y bajen pasajeros. Todo cambia de estación a estación, todo es diferente, el paisaje, los ruidos, los murmullos, las historias que la gente habla.

Antonio no suelta mi mano, yo sé que está sufriendo, ha sido una vida de muchos años juntos, y ahora él también debe aceptar la pérdida. Él también debe asimilar que ha llegado el final.

Veo por la ventanilla que el hombre se ha bajado y sigue tosiendo, va agarrándose de las escalerillas. Lo espera una mujer vestida de blanco que lo toma por sus abrazos y lo ayuda a caminar.

—Mira, Antonio, aquella casa de la cual sale humo de la chimenea. Es posible que la familia esté junta, cenando y tomando un chocolate suizo caliente. Todos juntos, como nosotros hacíamos hace tantos años. Pero llegó la realidad, y los hijos se fueron lejos, ya casi ni los vemos. Solo la nostalgia y los recuerdos nos acompañan.

—Sí, la veo, la casa y el humo saliendo por la chimenea —responde.

Antonio acaricia mis cabellos plateados por el tiempo y mi rostro arrugado por la vida.

Ya el reloj marca las 4, me bajo en la próxima estación.

El paisaje trae espejismos que solo yo veo, las grandes cumbres desfilan frente a mí como soldados de batallas perdidas. El sol ya casi no se ve, las nubes grises van cubriendo el ambiente dejando caer la oscuridad de la noche.

Siento frío, me apego un poco más a Antonio. Él me abraza y me dice que pronto llegaremos.

El dolor ha aparecido nuevamente, es sanguinario, no perdona. Es un verdugo que ataca sin avisar. Le gusta divertirse con mi pena, le gusta danzar con mis angustias, le gusta mofarse de mi esperanza, es como un inquisidor esperando colgarme por mis pecados.

Antonio trata de aliviar mi dolor, él sabe que solo con amor no se puede.

—Hay que seguir intentándolo, vieja —me dice angustiado

—No más, Antonio, no más, es hora de enfrentar con valentía el día de mi destino final.

El tren hace sonar su sirena y la escucho en lo profundo de mi alma mientras me retuerzo del dolor, mordiendo mis labios y sosteniendo mis lágrimas, aferrada a los abrazos de Antonio.

Hay gente a mi alrededor que me mira. Lloro sin parar, tengo miedo. Le pido a Antonio:

—Llamemos a los chicos.

El reloj marca las 4:30 de la tarde. El tren sigue su marcha, penetra en un túnel oscuro, no se ve nada. Solo oscuridad.

Escucho un último silbido del tren mientras circula por el túnel. La gente se para, algunos corren, no sé cuál es el apuro que llevan, si supieran que no le van a añadir más tiempo a la vida y que el tren arribará a la misma hora programada, ni un minuto antes ni un minuto después…

—Antonio, hemos llegado, es hora de partir —le digo mientras aprisiono sus manos y escucho el silbido del tren golpear las paredes del túnel.

Son las 5 de la tarde. Llegamos a la última estación. No me acuerdo de nada más.

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