A menudo me pregunto por qué la mayoría de los recuerdos de mi infancia son en blanco y negro, especialmente los de esa edad en la que un niño empieza a tener vivencias perdurables en el tiempo. Recuerdos que van desde el impoluto blanco de mi casa, hiriente de renovado encalado anual, al negro del velo de las mujeres al entrar a la iglesia; del bigote de los guardias civiles; de la sotana del cura que incrustaba sus ojos, negros como el fondo del pozo, en los tuyos como si quisiera adivinar, al confesarte, los pecados que no decías. Y una infinita gama de grises. Todo era gris en la España de finales de los años 60. La gente era gris y vestía de gris. Los políticos, tecnócratas pero grises. Y no digamos los policías. Los «grises». Personas grises embutidas en trajes grises.
Y la televisión. La ventana al mundo a la que nos empezamos a asomar los niños de aquella época te mostraba también todo en gris. ¿Cómo podía ser gris un bosque gris, gris el cielo, gris el mar…?
El mar. ¡Lo había visto muchas veces de forma tan diferente en dibujos de novelas de aventuras, en mi imaginación, en mis sueños!
Mi primer viaje al mar marcó mi infancia y creo que determinó como soy. Fue un viaje frustrado de un caluroso verano de Julio del 68. Tenía 11 años recién cumplidos. Niños, mayores, enseres de playa, comidas y bebidas en caravana hacia el mar. Eterno viaje con niños ya cantando, ya vomitando. De pronto, alguien dijo en voz alta:
-Mirad. El mar.
Cerré los ojos.
-¿Dónde?, pregunté con ansiedad.
-Allí. A la derecha
Abrí los ojos y tuve una visión fugaz. Enseguida llegó la decepción. El coche giró bruscamente y enfiló un camino de tierra hacia un monte cercano. Un grito desgarrador delató mi desesperación:
-Pero ¿a dónde vamos?
La voz de mi padre sonó muy poco alentadora:
-El cortijo de los primos está en el campo. Allá detrás de esos montes. Si os portáis bien esta tarde bajaremos a la playa.
El cortijo estaba en una hondonada rodeado de cultivos y colinas y al pie de una montaña más alta. Era lo mismo que había donde vivía. Campos, polvo, tierra y miseria. Calculé que desde la montaña podría volver a ver el mar así que, mientras se daban abrazos, besos, qué alegría de veros y miles de interminables saludos, decidí subir por la montaña. Allí arriba podría ver el mar. El mar libre. Quizás no se darían ni cuenta.
Y subí.
Subí todo lo rápido que pude. La fuerte pendiente hacía que me dolieran las piernas. Me faltaba el aire pero no tenía tiempo de parar. No había senderos ni caminos; ni me importaba. De vez en cuando volvía la mirada hacia las colinas frente a la montaña para ver si ya se veía el mar. Nada. Tenía que subir más.
Perdí la noción del tiempo. Por fin, pude ver la misma visión que ví desde el coche: una franja azul incompleta. Necesitaba ver el mar en toda su inmensidad y la única manera era llegar a la cumbre. No volvería a mirar hacia atrás hasta llegar a la cumbre.
Por fin llegué. Todavía jadeando me volví y allí estaba. El día era ventoso. Sobre un extensión infinita de color azul oscuro se veían miles de destellos blancos de olas. Y el horizonte, perfección de la línea recta. Me fascinó el movimiento. ¡Tantas veces había visto el mar quieto en dibujos! Había distintas tonalidades. Hacia la parte derecha donde había en el cielo unas nubes grises oscuras, el color del mar era azul pálido, casi grisáceo. En la parte derecha, donde los acantilados, verdoso a turquesa. Inmensa paleta de colores. Me senté y quedé extasiado contemplando los desplazamientos de los cambios de tonalidad. En la costa, crestas discontinuas paralelas blancas llegaban incesantemente.
Tenía que bajar y acercarme al mar. Olerlo, saborearlo, intentar penetrar en él. Anduve perdido bajando en zig zag un buen rato hasta que un hombre desconocido surgió de entre unas rocas. Me llevé un gran susto cuando se acercó hacia mí:
-Chiquillo, ¿dónde te has metido?
-Ahí arriba
El hombre miró hacia arriba de la montaña, resopló y empezó a preguntarme cosas:
-¿Te has perdido? ¿Estás bien? ¿Para qué querías ir allí arriba?
No sabía qué contestarle. Estaba asustado. Continuó hablando mientras se movía nervioso:
-Menuda has armado. Llevamos cuatro horas buscándote
Al llegar abajo toda la gente me gritaba y preguntaba. Yo estaba bloqueado. Entré en una habitación de la casa donde los niños que me acompañaban no paraban de llorar aunque ya estaba allí con ellos. Había también dos tías que rezaban y gritaban histéricamente -¡Gracias Dios mío!-. También estaba mi madre. Cuando me vio no me chilló como los demás. Me abrazó un buen rato, me quitó algunos pinchos que todavía me quedaban y clavó sobre mis ojos sus pupilas azules sobre fondo blanco enrojecido:
-¿Por qué te has ido solo a la montaña?
-Mamá, tenía que ver el mar
Tardó en contestarme unos segundos. Después dijo:
-Mira a tu alrededor
Seguí su mirada por la habitación. Niños lloriqueando, gente rezando, mi padre hablando nerviosamente con otros hombres. Lo que me dijo después lo entendí perfectamente. Palabras que hacen a una persona madurar años en varios segundos.
Se hizo tarde. Ya no había tiempo ni ánimo para ir a la playa. Había frustrado el día de fiesta de todos.
Durante el silencioso y largo viaje de vuelta me prometí que nunca volvería a hacer sufrir ni llorar a nadie. Me convertí en una persona responsable, obediente, callado, tímido, formal. El remordimiento del daño causado ese día me duró mucho tiempo.
He vuelto muchas veces al mar pero la visión de aquella primera vez quedó incrustada como un recuerdo, de color, en lo más profundo de mi mente. Sin embargo, desde aquel día, mi vida quedó para siempre unida a las montañas. Allí, en sus cumbres, están mis sueños.
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