Fue nuestro primer viaje juntos, ya como pareja.
Nos habíamos conocido en otra travesía, en Guanajuato. Fue en el festival de Globos Aerostáticos de dicha entidad, en el municipio de León, lejos de la ciudad donde nacimos y vivimos.
Pero no fue sino hasta Querétaro, planeado y cotizando todo, que íbamos a conocer. Bueno, ella ya conocía un poco, pero nos íbamos a conocer juntos la ciudad y a nosotros.
Todo fue nuevo para mí: marché en avión por primera vez, aunque ella ya lo había hecho. Y sentí todas esas sensaciones que un pasajero nuevo experimenta cuando vive este medio aéreo; llegamos a la Ciudad de México para viajar por autobús a Tequisquiapan, un pequeño pueblo cercano a la capital queretarana y un lugar en donde residen familiares de ella.
Fue un día de viajes, cinco de estadía y otro más de regreso.
Jamás me había ido tanto tiempo, y jamás creí que iría con la persona adecuada a ese encuentro conmigo y con nosotros…
Comimos, bebimos, nos besamos, nos abrazamos, dormimos, bailamos, cantamos, jugamos, charlamos…
Querétaro bautizó la buena nueva.
Recuerdo un instante, en Peña de Bernal, el tercer monolito más grande del mundo, unos momentos antes de dar el brinco más grande, no literalmente pero sí el más importante, en donde ella me ve y le comenté:
– Me gustas mucho…
– Tú a mí.
– Siento, no sé tú, que la vida es diferente contigo.
– ¿Por qué?
– Porque estás tú. Y no quiere decir que seas espectacular para todos, pero para mí, eres única.
Ella sonrió, me vio, la vi, sonreí, nos besamos corta y suavemente, y concreté:
– Ya me voy porque me da miedo estar hasta aquí arriba y de pie.
Ella comenzó a reír mucho. Pero en cuanto estuve abajo, le sugerí:
– Pero te espero aquí abajo, aquí te espero, amor.
Se dejó caer, nos dimos un beso más y me respondió:
– Conste, eh… Ya estoy aquí…
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