Cuentan que mi nombre proviene de la palabra celta “Danu” que significa volar. Siempre me ha asombrado la osadía del ser humano al creer que me conoce. Y no, no me conoce. Se piensa que puede catalogarme, dar a mis 2.850 km y a mi intenso color azul banales atribuciones con el fin de comerme la oreja y dominarme. ¡Insensatos!

Dicen de mí que soy ingobernable, imperial, majestuoso, digno de temer; sin embargo surcan mis aguas y se abastecen de ella para fines indignos, impropios de mi naturaleza, de mi existencia.

Cuentan que mi nombre es Donau en Alemania, Dunaj en Eslovenia, Dunai en la República Checa, Dunărea en Rumania y Dunav en Bosnia, Serbia y Bulgaria. O, tal vez, me conocerán como el Danubio Azul, por el que mis aguas bailan sin cesar al ritmo de cierto vals de Strauss.

Se creen que me conocen. Y no, no me conocen. Yo les conozco a ellos. Les he visto nacer desde las profundidades de una negra selva y morir en brazos de las sombrías aguas de un negro mar.

Les he visto crecer, les he acompañado por las misteriosas tierras de la marea Europea, mi tierra. Tierras que Yo mismo he repartido, que yo mismo he mimado y cuidado para ellos. ¡Desagradecidos!

Yo, que actué de impenetrable frontera, desde lo alto del Rin hasta la recia Ratisbona para Marco Aurelio y Adriano. Que cobijé en el Norte a latinos y arropé a yugoslavos al Sur. Yo, que hice victoriosos a germanos y ellos se aniquilaron entre sí. ¿Acaso no os di suficiente?

Hospedé en mi Cuenca, como si de propios hijos se trataran, a godos, alanos, bizantinos y hunos; y ellos apuñalaron al más generoso anfitrión. Invasiones, guerras sangre y muerte, en mi propia casa.

Embellecí vuestras tierras con blancos sauces, robles y juncos, las nutrí de diversidad de lenguas indoeuropeas y altaicas, de cultura, de trigo y jugosas uvas, las regué de encanto con la melodía de la zíngara y la armónica, preferida por nutrias y tritones.

Rocié vuestros valles con abundancia de regen y eső, floreciendo perfumados narcisos y coloridos tulipanes, que el viento se encarga de mecer al son de un csárdás. Os concedí la dulzura de Rodolphe Lindt, la fortaleza de Hohensalsburg y la belleza del Valle Wachau. ¿Acaso es lícito desear más?

De Treinta inviernos hostiles os intenté sacar. Religiones, intereses y odios os pudieron más. Con Westfalia salí a vuestro rescate, os libré de la opresión de un Gran Imperio y el nombre Habsburgo ordené borrar. Yo os devolví la Paz, pero la codicia que os corroe volvió a asomar. ¡Ilusos!

Por lejanas tierras del oeste observé como el enemigo os acechaba. Os engañaron con viles patrañas, y al igual que Caín, envidiasteis y asesinasteis a vuestros hermanos. Caísteis en sus redes y la desgracia se derramó sobre vosotros, la Guerra Mundial fue declarada.

El nombre de Fernando fue el señuelo, el cebo que abrió paso a la ambición y al odio de muchos a través de mis aguas, desde Viena hasta Belgrado. Lanzasteis vuestras flotas contra mí y me utilizasteis. Tratasteis hacer de mí un cómplice de vuestros crímenes, me bañasteis de sangre y heristeis de muerte. Y lloré.

En cuatro Kafanas de alterne calmé mi llanto y curé mi pena con sorbos de Rakia. Me refugié en su calidez y evoqué recuerdos de infancia. Cuando los niños jugaban conmigo en mis orillas, regalándome vida. Creo que entonces fui feliz.

Los copos de nieve vistieron mis aguas, me pintaron con suma delicadeza, al igual que el rostro de una novia en Ribnovo. Tal era mi gozo que bailé al compás de arpas y cítaras y me fui adormeciendo con el canto de un ruiseñor. Mi profundo sueño me impidió ver lo que en lo alto del Rin germinaba con furia. Venganza.

Yo, que atravesé otoños en Bratislava, inviernos y primaveras en Viena y veranos en Budapest, recorriendo diecinueve caminos de ida y vuelta, recortando valles y mesetas, jamás sentí mayor dolor, jamás. La monstruosidad se concentró en los campos y el fascismo desterró al sol. No quise ver, no quise oír y desee morir en las profundidades de la oscuridad del mar.

En aquellos días, el ir y venir de trenes humanos me enloqueció. Grité y vibré con furia, traté con todas mis fuerzas parar esa gran aberración. Yo, ingobernable, imperial, temible, majestuoso, preferido por pintores y poetas, no os pude salvar. Lo siento.

De pronto me sentí pequeño, me sentí ridículo. Yo que refrescaba a esos niños en verano, que les calmaba su sed como un padre cariñoso, ahora os veo partir os veo marchar, y no puedo hacer nada. Sus lágrimas se mezclan con las mías. Ellos son míos, ellos siempre serán río.

En la llanura húngara caí en depresión, ¿Es posible tanto sufrimiento? Solía observar Mauthausen, sus frías mañanas se veían cubiertas con un gran manto negro, el olor de los valles se camufló con peste a putrefacción y muerte. Entonces me di cuenta, que no os iba a abandonar, que nunca lo hice y que nunca lo haré. Sois río.

Al igual que mis aguas que vienen y van, que se esconden y aparecen, que suben y bajan montañas, que se resguardan en pintorescos pueblos dando vida a sus gentes, así sois vosotros. Recorreréis grandes distancias y hasta puede que no me volváis a ver más. Pero al final de los tiempos, regresareis a mí y descansareis en la cama de mi cauce, os meceré dulcemente. Solo habrá paz.

Me llaman Danubio, el grande, el majestuoso, ingobernable y temible. Ahora os digo que os equivocáis. Yo soy rio, solo rio, un rio eternamente enamorado de sus gentes, de las aves que lo sobrevuelan, de los peces que lo navegan, del sol que lo calienta, de la naturaleza. Soy rio a secas, soy el rio de nadie y el rio de todos. El rio que viaja y se va, pero el que siempre vuelve. Ese soy yo. Siempre rio.

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