SANAS INTENCIONES

SANAS INTENCIONES

Adriana Arroyo

16/07/2019

Junto a la ventana del living está la cama con la mujer enferma que cuido. Los rayos del sol caen desperdiciados sobre la almohada.

La vieja se mantiene quieta. Quizás respira largo y lento para hacerse durar. Tal vez sean limitadas nuestras inspiraciones y exhalaciones, tal vez todo sea cuestión de administrarse adecuadamente.

Quince días, tal vez veinte, no creemos que dure más, es un trabajo bastante corto, me dijo ¿la hija?, eso supuse. Es muy difícil encontrarle parecidos a los muertos, no se parecen ni a ellos mismos días antes de que todo empiece (o termine).

– ¿Y si despierta? – me atreví a preguntar. No debería, fundamentalmente se le paga para evitar que despierte y que sufra, cuanto más sedada, menos agonía, aclaró por si hiciera falta.

Después ¿la hija? se fue, anotó en un block su número de celular y los datos de la persona que vendría dos veces por semana a limpiar la casa y abastecerme de alimentos. Inesperadas vacaciones en el medio de la serranía. Un viaje con todo pago a cambio de observar cuidadosamente cómo la vieja inicia el suyo.

Octubre en alza. Espinillos florecidos, alaridos de pájaros hiriendo el tímpano, la torre de la iglesia y el monte inerme. Roca desnuda.

Un trabajo que llegó en el momento justo. Justo cuando empezaba a extrañar a Humberto.

Extrañar a Humberto. El día que se fue casi convoco a una fiesta. Tentada estuve de poner un aviso en el diario: la señora Paula Bermúdez comparte la grata noticia de su tan ansiada vuelta a la soledad domiciliaria.

Muy mal debía estar para empezar a extrañar todo lo que me fastidiaba. Fue bueno, entonces, que apareciera este trabajo. Fue bueno que me ofrecieran este viaje en base doble.

El título viejo de enfermera profesional, amarillo de estar guardado, había sido fundamental para que me seleccionaran. La enferma terminal necesita a alguien sin las ansiedades de la juventud, alguien que pueda proceder serenamente, con calma, que sepa que los milagros no existen. Detallista, contemplativa, inmaculada en la limpieza del lugar, atenta a los mínimos cambios de atmósfera. La muerte siempre se presiente. Dijo la abnegada heredera inescrupulosa hija.

(Palabras más, palabras menos)

La casa es fantástica, construida sobre una loma y rodeada de árboles frondosos. El jardín está descuidado y si yo supiera algo de plantas, podría fabricarme la intención de desmalezarlo.

(Fabricar una intención es un pensamiento que debería anotar)

Durante el día, cuando el sol pega derechito sobre el patio, hace calor. Miro al Champaquí y brindo a su salud.

Tan sana como una roca.

La mujer no da trabajo. No intenta despertarse. Ni moverse ni soñar.

Vaya a saber una en qué estación detuvo su viaje. ¿Voluntariamente? Humberto decía siempre que a mí me fallaba la voluntad. En realidad que no la tenía. Y que si algún día se me aparecía iba a ser una voluntad virgen. Inservible, como toda voluntad no templada con el ejercicio.

Tan solemne Humberto siempre. Harta yo de explicarle que las cosas pasan. Y una va pasando enredada entre las cosas, viajando en una crecida, socavando los muros arcillosos, pudriendo todo con ese olor ácido que nos acompaña y nos abriga de noche. Sustancia ocre que las mujeres más solas llevamos pegadas debajo de las uñas pintadas de fucsia o azul, en las plantas engrosadas de los talones secos, en las axilas y hasta en el sexo.

(Los pensamientos audaces se me fugan. Asustados de sí mismos se van, tengo que concentrarme en detenerlos).

Con ellos se puede, Humberto.

No existe otra cosa en cualquier viaje (cualquiera) más que estar donde se está. Indefectiblemente. Para bien debe ser, porque el mal es una intencionalidad que la realidad desconoce.

Y Humberto estaba siempre en otro lado. Hasta que se animó, hizo una gran valija y se fue.

Ahora yo estoy acá, detenida en el último viaje de la vieja, en el living de una casa que mira al Champaquí.

Los primeros calores de noviembre son intensos, insólitos para la época, buen clima para estar de vacaciones.

Por estos días los pájaros dejaron de dar alaridos y me cantan invitándome a volar con ellos. Yo no puedo porque la vieja está atascada. Limpia, aburrida y atascada en una estación que no conozco.

Se me ocurre cerrarle el oxígeno o el suero y hasta no darle más los remedios.

Sólo para darle un aventón.

(Hay pensamientos que no quieren irse nunca)

Como cuando en Cataratas mientras Humberto me abrazaba, yo pensaba en empujar a la chica pálida que sostenía en sus brazos a la niña rubia. Tan imponente la Garganta del Diablo. Tan linda la rubia de ojos celestes que incitaba a empujarla por el torrente de agua blanca.

No me atreví, me puse a pensar si había dejado azúcar sobre la mesada de la cocina, no fuera cosa que las cucarachas invadieran de nuevo la cocina. Una sana manera de angustiarse con otra cosa para olvidar la intención.

Al final Humberto, yo tengo mi voluntad. Nunca maté a nadie en un viaje.

(La única manera de salir de un pensamiento obsesivo es realizándolo, se me ocurre pensar ahora). Conocer lo desconocido es el propósito de los viajes. Pero, ¿qué sentido tiene matar a un viejo?

Quizás diciembre me despeje las dudas.

La armonía me indica que el corazón de la vieja late acompasadamente. Todavía.

Qué sensación caótica y sensual me provoca esa palabra.

Todavía.

Como si me estuviera fabricando la intención de un desafío.

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