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– Pues, a ver, grosso modo, están la Edad Antigua, la Media, la Moderna y la Contemporánea. La primera se fue con los romanos, la segunda con los cristianos, la tercera vino con la vuelta y el revuelto de la primera y la segunda, y la cuarta con la mezcla detonante de las libertades y las máquinas -la profe de Ciencias Naturales y Sociales se atusa una poblada ceja ceñuda-. Y está la Edad del Pavo que tú tienes, Lucía, porque hay que ver las preguntas que me haces en mitad de mi Dictado sobre la Calcopirita.
– Perdón, perdón.
– ¿Algo más?
Lucía no dice ni mu. Baja las pestañas para que le sirvan de paraguas frente a los pupitres burlones al final del aula. La profe no la entiende una jota y, encima, es una desaborida¹. Lucía se refería a la edad que ve en las cosas que le gustan y en las personas a las que quiere. Se ha dado cuenta de que sus vademécums del año pasado tienen una capa de azúcar glas por encima, y que no hay más que pasarles un paño (o el dorso de la mano y ya está, con tal de que mamá no se entere) para que vuelvan a ser libros recién recolectados. Pero, fíjate tú, los libros de su padre, fechados en 1978 y en otros ignotos números por el estilo, tienen más color, y más olor, hasta el punto de que duelen, inexplicablemente. Lucía arde en deseos de saber por qué, pero ella vino al mundo en 2008, y solo hace una semana que rumia este misterio. Lo que más la aturde es una foto en negro y blanco de su abuela: una mocita de ojos glaucos y cerviz enhiesta, lindísima, a punto de tirarse de una roca al mar. Está segurísima de que sus ojos eran de ese color entonces porque lo son ahora y lo eran la primera vez que Lucía tuvo conciencia de ellos. Pero su abuela ha cambiado: sus ojos de mar y su belleza granada durante ochenta años contrastan con su tristeza casi constante.
– ¡Abuela, alégrate, cariño mío! -le dice Lucía, pasándole una mano por el pelo de espuma.
– Pues no sé cómo, con este pelo como un criadero de caracoles que tengo. Mira, tú que eres alta y delgada como tu madre, alcánzame el aceite de oliva, que yo ya no puedo, tan bajita que me he quedado. Lo que yo te diga, mi alma, que la vejez no la mata a una, sino que la hunde. Y hazme el favor de apagar la caja tonta, que vaya jeta de bucéfala tiene la Belén Esteban².
1. Qué pena que la RAE no recoja nuestro displicente siseo andaluz: “sssaboríah”.
2. Más pena me entra todavía.
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Lucía cambia de canal. Qué pechada³ de Doraemon.
– Qué gilipollas.
– Oh… ¡mami! -chilla Carmen, alargando una manita embadurnada de confitura hacia la novela.
– ¿Me ha parecido oír…? -la novela de mamá se metamorfosea en un tejado a dos aguas sobre su regazo. Le da una palmadita en el muslo.
– Nada, mami, que… que me comería una chirimoya.
– Tienes más cuento que Calleja. Que no oiga yo una palabrota más en esta casa.
El telediario. Brexit, Cataluña, corrupción, desempleo, Europa, Gibraltar, May, Merkel, política, Rajoy, recorte, terrorismo, Trump… Lucía apaga de repente el cacharro porque, como no se entera de nada, ordena las adivinanzas alfabéticamente en el tarro, y está empezando a ver doble. Lo que le faltaba.
– ¿Qué clase de político majareta maneja el tiempo?
– Pues… ¿qué quieres decir, hija? -mamá cierra la novela, total, una lata de capítulo, a quién se le ocurre leer a Nietzsche, o Niche o como se llame. Se estrecha los antebrazos con las manos.
– Ay, qué bien que entiendas mis jotas, mamá. Quiero decir que la tele está llena todos los días de políticos malos, ah, y de bucéfalos… – Lucía pierde el tren del pensamiento un momento-. Vamos, que podrían llenarla de cosas más interesantes, como por ejemplo de respuestas a mis preguntas. Yo lo que quiero es escuchar por la tele a alguien que hable del tiempo. Un político bueno, digo yo.
A mamá de milagro no le da un soponcio. Da un sorbo al té moruno y la taza le taconea de vuelta sobre el posatazas.
– … a ver. Ya sabes que hay programas todos los días donde una persona con un mapa por pizarra habla del tiempo, pero no lo maneja. Ya sabes, hoy las nubes se van pero el sol no regresa -mamá imposta la voz y pronuncia todas las eses.
– Qué fisnas te has puesto, mami -las dos se desternillan en el sofá, dos frentes casi idénticas entrechocan. Carmen se ha quedado traspuesta durante el vaniloquio-. Mira, mamá, yo lo que quiero es saber cómo es eso de que las cosas y las personas envejezcan y se entristezcan. Mira los libros de papá de chico, mira a abuela, tan linda. Hay que ser un político sangregorda del carajo para dejar que abuela se ponga triste.
A mamá se le caen los palos del sombrajo. Qué más da, solo es una palabrota sin querer. Le da un achuchón apretadito a su niña, tan rara, tan preciosa, para que no vea que se le han saltado las lágrimas.
– Bueno, mami, que me voy a la calle. Ayer Sonia y Sergio trajeron unos cartones grandísimos y convenimos convertirlos en trineos y nos lo pasamos pipa tirándonos de la colina. Culopatinaje, lo hemos bautizado.
– Ten cuidadito. Te quiero aquí a las siete, ¿eh?
– Que sí. Y yo te quiero a ti, mamá, siempre -mamá le pellizca suavemente un moflete.
Cuando Lucía sale, dejándose medio bocata de atún al que la sinvergonzona de Lúa se aligera en hincar el diente, mamá coge el auricular inalámbrico y da un paseo circular por la cuadratura del saloncito.
– Cariño, soy yo. Sí, todo bien. Nada, que te iba a decir que creo que a la niña le pasa algo. Chiquillo, pues Lucía, quién va a ser. Me maravilla y me preocupa a partes iguales… ¿Cómo? ¡Qué dices! ¿Que tú… que qué? ¿Que tú tuviste cronofobia y sinestesia cuando tenías su edad? ¿Pero eso qué carajo es? ¡Como si no hubiera tenido bastante con la varicela, pobrecita mía! ¿Y no quedamos en que no habría secretos entre nosotros? -ante tal solo de fanfarria, Carmen se rasca la naricita, se despereza en el sofá, los párpados fruncidos-. Que me relaje… ya te vale. Mira, tengo que colgar. Yo también te quiero… ¡pero a quién se le ocurre no decirme las cosas!
3. El andalucísimo andalucismo “peshá” tampoco goza del reconocimiento oficial que merece.
3
El triciclo tropieza con un hocico en el pasillo, y Carmen interrumpe su esforzado pedaleo para darle un beso a Lúa en la testuz, con chupete y todo, antes de proseguir hasta la cocina.
– Abuela, ¿por qué lloras? -sube desde la bata rosa hasta el perfil frente a la encimera. No está jugando con esas pelotitas blancas que hacen llorar, sino con unos palitos verdes que crujen.
– Ay, mi chiquituja. Nada, es que tu abuela está un poco calamitos… acatarrada.
Lucía entra, abre la nevera y atrapa de un brinco tres Petite Suisse. Ve la cara larga de abuela y a Carmen ramoneando un trocito de apio antes de franquear sobre ruedas la corredera hacia el salón. Se olvida de lo rico que están los Petite Suisse, se acerca con determinación de boca fruncida y pone una mano sobre el hombro rosa.
– Chiquilla, ¿qué te pasa?
– Aquí estoy rezándole a San Francis de Asís para que me dé fuerzas.
– Deja eso, por fa, no te vayas a cortar -ladea la cabeza hacia un taburete, pero como abuela está en su mundo, la coge de la mano-: Siéntate conmigo un ratito, anda.
La ventana está tapizada de astros. Abuela los mira, cogitabunda-: Lucía, te voy a contar una cosa que aprendí en el colegio, fíjate tú la tela de tiempo que hace de eso. ¿Tú sabías que las estrellas que ves ahí, ahora, ya no son lo que eran, o incluso ya no están en absoluto?
– Oh… ¡eso cómo va a ser! -la niña se lleva las manos a las perlas de las orejas. Es su manera de coger carrerilla para discurrir.
– Me explico, quiero decir, te explico. Bueno, los números nunca los he entendido, y siempre se me han dado malísimamente, porque es que no hay quien los entienda, y no sé cuál es el huevo y cuál la gallina, o cuál la gallina y cuál el huevo… ay, no me explico, ¿verdad que no?
– Tranquila, tranquila. Dime. Te escucho con las orejas.
– Qué mayor. Mi niña… -abuela pierde el piolín un instante-. Ah. Eso. En resumidas cuentas, las estrellas están tan lejísimos que la luz no puede alumbrárnoslas a tiempo. Tarda tantísimo en ir a cada estrella y volver a nosotras, que para cuando está de vuelta ya han pasado, como mínimo, unos cuantos de años. En consecuencia, lo que tus luceritos ven ahora son las estrellas tal y como eran hace más o menos años, en función de cuán lejos están de nosotras. Algunas estrellas están tan-pero-que-tan lejos que, para cuando la luz ha regresado, ya ni existen. ¿Comprendes? – Lucía niega con la cabeza. Se le ha colado un meñique en una fosa nasal-. A ver… ¡Ajá! Mira, cuando hay tormenta, la luz del rayo siempre va antes que el ruido del trueno, ¿a que sí? -Lucía asiente, los ojos le hacen chiribitas- ¡Ole! Sabía que lo entenderías, lumbrerita mía. Pues con las estrellas, ídem de lo mismo o, mejor dicho, todo lo contrario. Porque en vez de volver la luz de un nimbo como de Alcalá de los Garzos Azules, perdón, de los Gazules, va y vuelve de aquí a Tuvalu.
Lucía suspira largamente, ya destaponada. Pasa un ángel. Y dos. Y tres.
– ¿Quieres decir que las estrellas… envejecen… y se entristecen?
– Envejecer, desde luego. Entristecerse… pues no me extrañaría. Como yo. Qué cosas se te ocurren -y, por una vez, por fin, las nubes se van y el sol regresa, y abuela sonríe con todos sus dientes de ochenta años, y Lucía ve a un corderito nacer, ve a un clavel en flor, ve a la mocita marina que nunca ha dejado de ser, porque el tiempo y el político sangregorda que lo maneja se han ido, para variar, un poquito al carajo.
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