Los viajeros de la medianoche.

Los viajeros de la medianoche.

El vacío habla en su silencio.

Las paredes se estrechan con el paso de los silenciosos y agonizantes minutos, como una losa asfixiante. Mario, tendido desnudo en su cama, gira la cabeza y se desespera por encontrarse húmeda la sien. El aire está viciado, y el resquicio de luz que se cuela a través de la ventana no supone alivio ninguno. Incapaz de reconciliar el sueño, e invadido por todo tipo de pensamientos negativos, decide levantarse. La casa de alquiler ofrece un encanto crepuscular, con las sombras conjugándose con la luz de la luna. Llega al salón, decorado por los dueños con un peculiar estilo minimalista, amable a la vista pero inoperante a nivel funcional. «En esta casa, por no haber, no hay ni muebles» piensa. La habitación, aun así, ofrece un aspecto de paz, con su corte neoclásico y con sus muebles colocados de forma simétrica y ordenados para ofrecer una sensación de auténtica sobriedad. «Joder, soy un paria encerrado en un templo griego». Decide resignado ir a tomar el aire, haciendo una parada técnica para coger una cerveza. Cuando sale a la terraza, se encuentra con una ligera brisa que le hace apartar temporalmente los malos pensamientos. Toma un largo trago de la cerveza y se sienta de forma pesada, deslizándose por la silla hasta acurrucarse completamente en ella. La luna baña la ciudad y transforma su turbia niebla de contaminación en una aureola de misterio, detrás de la cual personas no tan distintas a él se ven envueltas en situaciones de vida o muerte. Los neones arden, y la ciudad de los oscuros recovecos aúlla con elegancia; sus maldades disipadas en su hipnótica armonía estética. En aquel preciso instante, una viajera anónima observa con despectiva ligereza el plano aéreo de la ciudad, disfrutando de su superioridad temporal. Debajo de ella, al lado de uno de los astros artificiales que alumbran la ciudad, Mario apura la cerveza y se debate entre si entrar a dormir o quedarse en la terraza e intentar conciliar el sueño rodeado por el bullicio de la gran ciudad. Decide decantarse por la segunda opción, y tendido en su vieja silla de madera, acompasa poco a poco el ritmo de sus constreñidos pensamientos con los de la colectividad, sus débiles ronquidos con el claxon intermitente de los coches y la agitación de su alma con el silencio subyacente en el ruido de la ciudad.

Nayara, una joven de veinte años, recorre a toda prisa los interminables pasadizos del aeropuerto, acompañada únicamente del sonido distante de sus propios pasos. Está agotada por una larga jornada de vuelo, y nada más llegar le han comunicado que sus maletas han sido apartadas de forma temporal porque han detectado algo fuera de lugar. «¿Qué?» ha preguntado sin ocultar su indignación. No le han sabido explicar qué problema había, y la han redirigido a un punto de control situado en la otra punta del aeropuerto. Sudando, con las pulsaciones disparadas y un zumbido constante en los oídos, Nayara atraviesa los desolados corredores del mastodóntico aeropuerto. Perdidos en medio de un océano de soledad, una familia juega y se divierte en una de las numerosas filas de asientos vacíos. Cartas, risas y auto engaño en ese oasis de tranquilidad. Nayara se acerca a ellos y les pregunta si saben dónde está situado el punto de control. Para su sorpresa, ellos también son ingleses, lo que supone un pequeño alivio para Nayara en medio de ese cúmulo de problemas. Ellos comentan que no, pero que puede quedarse con ellos después si tiene que esperar, porque su vuelo no sale hasta al cabo de seis horas. Ella les responde que quizás, por cortesía, y vuelve a su agotante maratón.

El punto de control se encuentra desierto, sin luces en sus pantallas ni policías armados, lo que produce en Nayara una sensación de vacío. «¿Qué voy a hacer ahora?». Con todas las horas de viaje, con todos los lugares que ha explorado en su corta vida, aún siente esa acuciante sensación de inseguridad que aparece cuando se siente abrumada por la inmensidad de lo desconocido. «Relájate, vuelve a la información y ponlos en su sitio, y después te vas a un hotel». Nayara planifica en voz baja sus movimientos y decide volver al lugar de donde viene, cruzando de nuevo ese desierto urbano. Un haz de luz aparece en el punto de control y detrás de él, una señora de unos cincuenta años, con las facciones marcadas y cara de pocos amigos se acerca hacia ella. Le expone su situación tan bien como puede, y la señora del control la escucha sin interrumpirla, concentrando su mirada en el reluciente suelo de mármol del aeropuerto. Cuando termina, la mujer le dice que preguntará a sus compañeros qué ha pasado y la volverá a informar. Nayara, ahora un poco más tranquila, decide sentarse en uno de los innumerables asientos vacíos que se extienden a lo largo del aeropuerto. Se acurruca en el asiento, bastante incómodo, y aún con el frío acero clavándose en los muslos, el sueño se apodera de ella. En sus sueños pasea sin descanso por lugares vacíos, sola, como siempre. Cuando atisba a alguien de forma ocasional, este se transforma en su padre, que la regaña a gritos por haberle decepcionado. Ella corre, y en su huida hacia adelante se olvida de hablar con nadie, porque todos pueden convertirse en su padre.

De golpe, todo se desvanece cuando una mano la zarandea. Es la policía del punto de control, que le explica que ya puede recoger su maleta en el punto de información. Nayara se seca las lágrimas de los ojos y le agradece su colaboración. Mientras vuelve andando, los largos pasillos ya no están tan vacíos, han aparecido grupos de turistas como ella que discuten airadamente empleando todo tipo de coloridas lenguas.

En el exterior, la ciudad despierta refulgiente y extermina con su rugido las sombras de la noche. Y con tal despertar, el silencio inherente al vacío desaparece.

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