Diana y yo estábamos ya metidos en la cama. Hacía rato que la abuela había apagado las luces y nos había dejado convenientemente arropados y con sendos besos en la frente. Pero no estábamos dormidos. Y la seguíamos oyendo cantar. Acompañando la melodía con los crujidos de su vieja mecedora mientras tejía otra bufanda de cuestionable estética.

Ahora, años después, he vuelto a nuestra antigua casa en el pueblo. Esta vez acompañado de mi mujer y mis hijos. Mi abuela hace mucho que nos dejó. Y hace tiempo que he perdido el contacto con mi prima Diana.

Sin embargo, nada más entrar en la casa de campo y oler la humedad en sus antiguas paredes de piedra, los recuerdos de esa noche se han hecho tan vívidos que no he podido conciliar el sueño. Los demás están arriba, durmiendo tranquilos en sus camas. O eso espero. Porque aquella noche comprobé lo que ocurre si los niños traviesos no cierran los ojos a la hora que deben.

Mi abuela siempre nos decía que si los niños tienen aún los ojos abiertos a medianoche corren el riesgo de ver cosas que nadie quiere ver.

Aquella noche nosotros lo vimos. Nunca volvimos a hablar de ello y con los años quedó olvidado en un oscuro cajón de mis recuerdos, pero ahora el cajón se ha abierto. Y es medianoche en el bosque. Y las sombras han empezado a salir.

Éramos pequeños y probablemente ese cuento no era el más adecuado para conseguir que nos durmiéramos, pero las costumbres de los pueblos son las que son. Y cuando la gente llega a abuelo en los pueblos su deber es traspasarlas a sus nietos, para que ellos hagan lo mismo con los suyos propios. Evidentemente a mí bajo ningún concepto se me ocurriría contarles esto a mis hijos o a mis nietos, pero aquí estoy, contándolo igualmente y contribuyendo a perpetuar la leyenda.

Recuerdo que llovía y hacía frío. Estábamos todos en la casa del pueblo por alguna reunión familiar. Quizá era Navidad, o Semana Santa. No lo recuerdo, aunque supongo que tampoco tiene importancia.

Diana y yo habíamos estado todo el día jugando en los alrededores de la casa. No podíamos alejarnos demasiado pero teníamos permiso para llegar hasta la línea donde los árboles empezaban a ser demasiado altos y estar demasiado juntos. Ciertamente, ahora que he vuelto a ver el bosque y pese a que la carretera está cerca, veo con mucha claridad la posibilidad de perderse. Sobre todo si tienes ocho años, no mides mucho más de un metro y tu signo de distinción es la inconsciencia que solo la infancia puede proporcionar.

Cuando el sol empezó a bajar tras las copas de los pinos, la llamada de mi abuela para la cena interrumpió nuestros juegos. Entramos en casa y nos sentamos a la mesa con mis padres, mis tíos y mis abuelos.

Diana y yo seguíamos jugando, pellizcándonos por debajo de la mesa y tirándonos miguitas de pan. Todos hablaban animadamente y nadie tenía intención de regañarnos. Excepto mi abuela, por supuesto. Jamás alzaba la voz, pero una palabra suya o simplemente un carraspeo bastaban para que todo el mundo callara y le prestara atención.

– Niños, si no os estáis quietos El Bú vendrá y os llevará.

– ¿Qué es El Bú abuela? ¿y dónde quiere llevarnos?

– Oh…¿no os he contado nunca la historia, pequeños? La edad empieza a pasarme factura. Ya sois muy mayores y deberíais saber qué puede ocurrirle a los niños traviesos. Terminad de cenar en silencio y cuando esteis acostados subiré para contaros el cuento.

Todos paramos y dejamos de hablar para mirarla. A ella y a sus ojos grises fríos y profundos.

Diana fue la primera en romper el silencio. Tenía un año menos que yo, y era incapaz de estar callada durante más de dos segundos.

Por supuesto hicimos lo que nos dijo, como siempre.

Subimos a la habitación, nos metimos en la cama y la abuela se sentó a nuestro lado.

“Veréis niños, esta es una historia muy antigua, pero no por ello menos cierta.

Hace mucho tiempo, aquí en los bosques, vivía un pequeño pueblo que se dedicaba a cultivar las tierras y criar cabras. Se alimentaban de lo que sembraban y de lo que les proporcionaban sus animales. Durante generaciones vivieron así, enseñando a los niños desde pequeños cómo cuidar sus tierras.

Pero un año llegó el verano más caluroso que se había visto en mucho tiempo. No llovió durante meses. Llegó el otoño, pero con él no llegaban las lluvias. Los cultivos no prosperaban y no había con qué alimentar a los animales.

Desesperado y viendo peligrar su pequeña comunidad, el granjero más respetado del pueblo, por ser el más anciano, decidió ir al bosque para pedir ayuda a los antiguos espíritus.

El granjero se internó en lo más profundo del bosque, donde casi la luz del sol no llegaba, y allí, entre las sombras, les pidió a los espíritus clemencia. Explicó que su pueblo siempre había sido bueno y respetuoso con el campo, y que lo seguirían siendo durante todos los años venideros si el bosque les ayudaba. Prometió que su pueblo cuidaría cada planta, cada animal y cada grano de tierra si se les permitía seguir viviendo allí.

El anciano arrodillado en el suelo rogó durante horas. Ya era noche profunda y no había obtenido respuesta. En el cielo brillaban las estrellas y la luna le sonreía burlona.

Decepcionado, decidió que era el momento de volver a casa.

Entonces, en algún lugar a sus espaldas oyó una voz.

El anciano se giró para ver al ser que le hablaba y se encontró frente a frente con el Gran Búho, el espíritu antiguo llamado El Bú.

– No te vayas anciano. He escuchado lo que has venido a pedir y te ayudaré. Si cumples tu promesa volaré hasta las nubes y las convenceré para que os den agua. Pero has de hacer lo que has prometido, tanto tú como todos los habitantes del pueblo, sus hijos y los hijos de sus hijos. Cuidareis los campos y los bosques y les enseñareis a los niños desde pequeños cómo hacerlo. Os acostareis al salir las estrellas para poder levantaros al amanecer y cuidar vuestros cultivos. Cada noche, cuando la luna esté en lo más alto del cielo, iré a vuestras tierras mientras todos dormís y os observaré. Veré si seguís mis indicaciones, desde el más joven al más viejo. Y si alguno de vosotros me ve, será porque ha roto su promesa. En ese caso, me llevaré conmigo a todo aquél que no me obedezca y no volveréis a verle jamás.

Medía más de dos metros. Tenía el cuerpo de un hombre pero sus piernas terminaban en fuertes garras de rapaz. Todo su cuerpo estaba cubierto de un plumaje gris que tenía un tono más plateado en las alas, las cuales tendrían más de dos metros de envergadura. Sus brazos eran muy largos y fuertes, y cada uno de sus dedos acababa en una afilada y larguísima uña negra.Su cabeza era la de un búho: grande y redonda, pegada a los hombros sin que se distinguiera el cuello. Las orejas puntiagudas y un enorme pico negro en el centro de la cara. Pero lo que más horrorizó al anciano fueron sus ojos. Rojos como la misma sangre y más brillantes que las estrellas. Parecían iluminar todo el bosque alrededor.

– No deberías mirarme anciano, pues como te digo a partir de ahora todo aquél que me vea será porque no está cumpliendo con el deber que tú mismo has prometido cumplir. Y todo aquél que vea mis ojos encenderse y tomar el color del fuego no volverá ver un amanecer. Vendrá conmigo a mi morada en el bosque y allí me servirá de alimento. Y su alma vagará conmigo en el bosque como pago por su ofensa. Si aceptas lo que te ofrezco vete ahora y cuenta en el pueblo lo que hemos hablado. Al día siguiente empezará a llover y desde entonces tu pueblo será próspero. Si no aceptas vete ahora y no le hables a nadie de mí. Y si lo haces tú serás el primero pero no el último que acabará entre mis garras. Decide pues ahora.

Y con estas últimas palabras cogió impulso, abrió sus alas y voló hacia el cielo donde se perdió en la noche. El anciano, tras meditarlo, decidió que no tenía más remedio que aceptar la oferta del Búho. Al día siguiente reunió al pueblo y les explicó la historia. Todos juraron cumplir con la promesa que el anciano le había hecho al Bú. Entonces comenzaron las lluvias. Poco a poco las semillas volvieron a brotar. Los habitantes del pueblo trabajaban duro y se preocupaban mucho de acostarse temprano para poder madrugar y trabajar por la mañana. Por la noche, cerraban todas las ventanas y apagaban todas las luces. Dormían pronto a los niños para que cuando el Bú viniera todo estuviera en orden y en silencio.

Y así siguieron durante generaciones. Ahora el pueblo ya no existe, pues sus habitantes fueron disminuyendo en número con el paso de los años. Nadie sabe muy bien si es que se fueron a otros lugares o si con el paso del tiempo las tradiciones fueron perdiéndose y el Bú se los fue llevando poco a poco.

Por todo esto niños debéis recordar que cuando los mayores os piden silencio y os dicen que es hora de irse a la cama debéis hacerlo sin chistar, porque si no el Bú vendrá y os llevará con él. Y para que no lo olvidéis, os enseñaré la nana que les cantaban a los niños del pueblo:

Duérmete mi niño / Que ya viene el bú / Que se lleva a los niños / Así como tu

Landú, landú / serenadito landú / cierra tus ojos niñito / o vendrá el Bú»

Mi abuela terminó su historia con la antigua canción, nos dio las buenas noches y se retiró a su habitación.

Diana y yo esperamos en silencio un rato, hasta que dejamos de escuchar a mi abuela y supimos que todos estaban durmiendo. Entonces, como siempre, nos pusimos a jugar golpeándonos con las almohadas.

Fuera, lo que había empezado como una fina lluvia ahora era una fuerte tormenta. Los truenos camuflaban el ruido que hacíamos al jugar y los rayos nos iluminaban a través del cristal de la ventana.

De repente, Diana se quedó paralizada mirando hacia la ventana que quedaba justo detrás de mí. Abrió los ojos como platos y señaló hacia mi espalda. Me giré y lo ví. Una enorme cabeza de búho de ojos increíblemente rojos estaba en el cristal, apoyado sobre él con sus enormes manos acabadas en afiladísimas uñas. Su pico era inmenso y sonreía, mostrando además dos hileras de puntiagudos dientes. Entonces con voz profunda empezó a cantar.

“Landú…Landú”.

Diana y yo, despavoridos, comenzamos a gritar. Entonces otro rayo volvió a iluminar la habitación, y cuando pasó el destello el monstruo había desaparecido.

Alertada por los gritos, mi madre entró en la habitación. Cuando nos vio intentó calmarnos y le contamos lo ocurrido. Ella por supuesto nos explicó que seguramente habría sido una pesadilla, causada por la historia de mi abuela. Para que nos quedáramos tranquilos abrió la ventana y se asomó fuera para comprobar que no había nada. Aún profundamente asustados miramos detrás de ella. Seguía lloviendo, pero no había nada en absoluto.

Diana y yo volvimos a acostarnos y no volvimos a hablar nunca de lo ocurrido. Aunque sé que aquella noche, al igual que yo, Diana no pudo conciliar el sueño. Ambos nos acurrucamos debajo de las sábanas, muy quietos y con los ojos fuertemente cerrados para no volver a ver nada en lo que quedaba de noche. Pero con el oído alerta. Y más tarde, a lo lejos, se escuchó un batir de grandes alas.

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