Crónica de una caída

Crónica de una caída

Me caí como un palo. Y caí a plomo.

Barrí todo atisbo de mi existencia en el suelo de un pequeño bar tailandés cuando mi nuca casi rozó aquella mesa, aquel punto y final de madera y cuatro patas.

En aquel momento estaba muerto, pero a la vez muy vivo. Debió haber pasado, debí de haberme golpeado la nuca con firmeza, y mi sangre debió de haber brotado de forma lenta pero consistente por la singular forma de mi cabeza. Debió de haber empapado el suelo y debó haber provocado gritos entre las mujeres que habitualmente regentaban el lugar.

Pero no pasó. Sólo fue un roce. Solo fue un pequeño dolor de cabeza, de dos días de duración, y no muy destacable.

El «insecto» se había librado de la suela por esta vez. Y, con algo de suerte, podría seguir intentando trepar la pared de su vacía habitación. Agitaría sus patitas peludas en una especie de baile trascendental. Incapaz de abrir las alas y con demasiado poco espacio para echarse a volar (en el insólito caso de que aquellas atrofiadas alas funcionasen). La jaula había sido cerrada con una negación evidente de la armonía, e incluso, de una forma un tanto artificial.

«Allí debería de haber pasado algo, te lo digo»

Sin embargo, no pasó nada. El insecto agarró sus maletas y deambuló entre los barrotes una vez más.

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