El camino se hizo largo. Desde que entramos en el áspero desierto el calor fue sofocante. Bueno eso es lo que uno se espera cuando entra en el desierto, pero era mas sofocante que ardiente. Notas que por un momento te falta el aire. Respiras y el aire del interior del habitáculo es más caliente de lo que parece, por lo que no te sientes mejor, al contrario, empiezas a transpirar con mas fluidez. Pero eso me daba igual, al final del camino, tras kilómetros de desierto, estaba la recompensa, la meta. El maldito pueblo donde encontrarme con el sheriff, cruzarme con algún forastero y con toda seguridad presenciar algún duelo. Algo de lo que me alejaría lo justo, lo necesario. Después de tanta novela de vaqueros, pistoleros y forajidos estaba seguro poder identificarlos en cada rincón de la ciudad. Los imaginaba acechando, negociando, trapicheando, comprando y vendiendo su alma al mejor postor. Demasiado peligroso para un muchacho de mi edad. O quizás no.

En cualquier caso no iba a ser yo el que se rajara cuando la familia habló de visitar la ciudad. Todo bajo la influencia de mi hermano pequeño, deseoso de ver la diligencia y la horca. Menuda estupidez era lo de la horca. No podía entender como alguien podía estar deseoso de ver algo así. Pero mi hermano siempre ha tenido algo de retorcido, de malévolo. Aún recuerdo la vez que encerró a un gato dentro de una cesta de mimbre y atada con una cuerda la arrastró varias veces por delante del porche de la casa mientras aullaba como un coyote. Pobre animal. Siendo sincero mi interés al final del viaje quizás no fuera menos retorcido, pues me encantaría ver algún duelo y que alguien muriera con un par de balas en la tripa, allí, delante de mi. Que hostias y si era un famoso pistolero mejor. Que emoción, se me erizaba el pelo de las piernas y brazos solo de pensar en ello.

El viaje continuó en caravana por el desierto. Una tras otra, familias enteras que habían tenido el mismo pensamiento o la misma necesidad de ir hasta allí desfilaban por valles y cañones. Bajo el sol radiante, bajo la mirada de lagartos sobre ardientes piedras y de algún que otro vendedor ambulante. No era raro ver grupos parados en la cuneta para tomar algo de aire, aprovechar alguna sombra bajo una escueta chumbera o tan solo para mear.

Ya casi era mediodía cuando a través de la ventanilla se intuía la polvorienta ciudad sobre el árido suelo. Ahora el camino era más pedregoso, de bajada y lo hacía a lo largo de un pequeño rancho. La caravana descendía bajo la supervisión de un vaquero a caballo, apostado a nuestra izquierda, que de vez en cuando saludaba con la mano que le quedaba libre. En la otra un imponente winchester del 86 reclamaba a voces orden y sosiego. No pude evitar pensar que en cualquier momento aquel virtuoso jinete se podría subir el pañuelo hasta los ojos y que empezara a pedir las joyas y el dinero a todos los que penosamente avanzábamos. Sudé un poco mas, si es que eso era posible.

El ladrido de un perro me hizo girar la vista hacia la derecha. Su peludo y desmarañado autor estaba atado a una empalizada de madera y ladraba a todo el mundo. Con la lengua por fuera y jadeando recriminaba a los visitantes aquel ajetreado día. Junto a él dos hombres del ejército intentaban que estacionáramos en un descampado junto a la pequeña empalizada. Llenos de polvo, sus azules uniformes estaban casi tan amarillos como sus pañuelos del cuello. El que llevaba un sombrero de ala ancha acariciaba al perro e intentaba que dejara de ladrar, el otro, con una aplastada gorra de soldado, nos indicaba donde ir y parar.

Fui el último en poner lo pies en tierra de un salto. Por delante de mí, mi hermano y mis padres estiraron los brazos al bajarse. Parecía que alguien les había echado el alto y demostraban ser inofensivos viajeros. Pero me cercioré de que solo era para desperezarse y estirar los músculos tras el largo viaje. Mi vista alcanzaba a ver una suerte de edificios de madera, alineados en una calle central. Todo estaba abarrotado de gente, la barbería del principio de la calle, un almacén en el que parecían vender pienso, el salón, el hotel, el famoso banco. Todo. Hasta la oficina del sheriff parecía tener aforo completo. Nada me importó. Me planté delante del salón y miré hacia los lados.

Inmóvil. Esperando ver a dos posibles contrincantes. Giré sobre mis talones y escudriñé las ventanas, los porches y a la gente. Tan largo viaje no podía resultar infructuoso. Algún famoso pistolero habría y solo era cuestión de seguirlo un rato para acabar viendo un tiroteo en algún callejón o frente al salón. Con suerte, quizás lo viera.

Todo se vino abajo pasados unos minutos. No pude reprimir el hecho de que dos lágrimas de frustración rodaran dejando un par de surcos en mis polvorientas mejillas. Puro desasosiego infantil apenas calmado por mi madre.

—¿Pero por qué lloras hijo? ¿Te has caído?—preguntó mi madre mientras me borraba las lágrimas de las mejillas.

—Pues no lo ves mamá ¡Es todo falso!

—Claro que lo es. Es un parque temático hijo.

—Todo. Los vaqueros, las casas. Es un pueblo falso del oeste—acompañé mi frase con una patada al suelo, levantando una nube de tierra y polvo.

—Los vaqueros y los indios son de hace mucho tiempo. Aquí solo rodaron películas. Debe ser que Almería les recordaba al Oeste. Anda tonto vamos a montar en la diligencia.

La amargura del viaje de vuelta no fue superada jamás, ni siquiera por la foto en blanco y negro junto a un sheriff de pacotilla, en un mundo de cartón piedra, en el desierto.

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