Octavio mira sus pies descalzos hundiéndose en el fango con cada pisada, lleva las botas al cuello para no llenarse de ampollas. Lloverá pronto y aquél camino lleno de alambradas y de pájaros se convertirá en un río impenetrable impidiendo que llegue a su destino. Le han pagado bien por llevar el niño hasta la isla de Contratos, pero de nada sirve medio millón de pesos si te ahogas antes de cruzar Tres Guerras. Allá a lo lejos, en la orilla de un cerro hay unos pastores que llevan ovejas a lo alto para salvarlas del diluvio, unos Noé modernos sin la «petulancia» de ser elegidos de Dios ni la locura del discurso en las montañas. El niño no llora ni pide comida, parece una piedra que se erosiona sin quejarse. Los carroñeros saltan por la alambrada esperando que se conviertan en cadáveres y se picotean unos a otros, llevando bajo las alas el residuo de la lluvia ácida. Octavio le da agua y el chico la bebe sonriendo. Le toma la mano llena de cicatrices y callos, sus frágiles y pequeños dedos son un contraste con los del hombre acostumbrados a la guerra y sentir la sangre de las batallas derramándose.

Cuando llegan a Tres Guerras el siseo de la lluvia incrementa pero ya han dejado el camino y se refugian en un cuarto de huéspedes, uno de esos espacios vacíos que han dejado los que se van buscando nuevos rumbos. Por doscientos pesos la noche pueden ver la tormenta desde una ventana llena de polvo y resquebrajada y un techo rajado de grietas por donde se cuelan las gotas de la lluvia. Comen algo de pan de centeno y carne seca. De todas las cosas terribles que ha hecho sólo una lo avergüenza por realizarla de manera premeditada y es que mientras come y juega con un robot dañado, aquel niño tiene esa mirada metálica, la de Sergio Espinoza, el amigo que engañó para escoltar un grupo de científicos encargados de reparar la computadora cuántica de un reactor nuclear sin decirle que la radiación en el interior era mortal. Murieron lentamente en medio de diarreas, vómito y quemaduras en la piel. Muchas noches imaginó el horror y tuvo pesadillas con Espinoza lleno de hemorragias y dolores espantosos. En su mente se ha convencido de que un sacrificio a cambio de salvar miles de vidas es inevitable, pero le sigue doliendo la traición, el haber engañado a su único amigo.

A la mañana siguiente el cielo escampa y el sol se mete en la piel como una brasa. El niño, y el hombre que aprovecha el clima para ponerse las botas, reinician su camino y aunque el pequeño no habla mucho, sus acciones han hecho replantear a Octavio el motivo de aquel viaje. Ya no está seguro de llevarlo con los líderes y que lo exhiban como la generación dorada y usarlo como efecto político por el gobierno y los jefes del gobierno y los dueños de aquellos jefes. Él sabe que un mercenario viejo y a punto del retiro no basta para cambiar el rumbo de cientos de años humanos, con sus vicios torpes, la ignorancia y los temores, sin embargo está tentado a hacerlo cada vez con mayor certeza mientras toman el ferry para entrar a la isla acorazada.

Pero ¿qué le espera a ese niño junto a aquel hombre sin rumbo, acostrumbado al caos circulante por las venas y las revueltas en sus huesos como metástasis? Finalmente su condición humana lo derrota, deja al niño con Virginia Ilich la Secretaria de Estado quien ha vendido un tercio del país permitiendo a compañías extranjeras contaminar el agua para extraer petróleo y adueñarse del negocio minero, haciendo firmar a los empleados contratos de veintiocho días para no generar antigüedad. El chico le sonríe aceptando su destino con mejor resignación que él mismo, luego se voltea como si nunca se hubieran conocido. Pasa a recoger su dinero y se dirige a un bar para olvidar algunas cosas. Es casi medianoche, una mujer caucásica de ojos tropicales y con el alma enredada en el límite del amor insoportable lo acompaña cuando mira el discurso en la televisión.

El presidente habla con la euforia de un predicador, toda la retórica que en los labios de ese hombre seduce, mientras el niño se mantiene a su lado, altivo, sonriente con la seguridad de un líder, aceptando con orgullo su condición de mesías, de epíteto del nuevo frente. Octavio entiende mientras escucha el discurso, que nunca tuvo oportunidad frente a ese tipo de hombres brutales, acostumbrados a cambiar el destino de una nación en el desayuno. Aquel niño estará bien entre los suyos, crecerá para volverse presidente y mandará a un montón de hombres como Octavio a enfrentar guerras sin sentido aunque sepa que la especie humana no es rival ante el exterminio sistemático del planeta y su defensa para eliminar los parásitos más tarde que temprano, porque la tierra es un ser vivo que aniquila sin remordimiento.

Octavio se distrae con la chica que lo invita a seguir la fiesta en su casa, donde hay bourbon y hielo. Piensa en el niño caminando inerme sobre la tierra suelta, en el cheque de medio millón de pesos, en Espinoza y su cadáver incinerado y sepultado bajo concreto. Sabe que no hay espacio en ésta nueva humanidad para un perro viejo como él acostumbrado a recorrer el camino junto a los demonios flotantes de sus muertos, y ya piensa luego de esconderse un rato en los muslos afilados de aquella mujer de corazón risueño, en la mañana siguiente y en el nuevo viaje, en olvidarse por completo del niño y si puede, aminorar un poco el rescoldo amargo de la traición.

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