El viaje de Van Gogh.

El viaje de Van Gogh.

«No tengo nada por lo que disculparme», la voz se ahogaba en su propio eco, quedando en segundo plano, mientras Runaway de AURORA pintaba los auriculares de Agara.
Los árboles parecían tachones verdes, borrosos errores que el mundo había cometido y pretendía ocultar tras la velocidad del tren.
«No tengo nada por lo que disculparme», todo consistía en huir.
Agara había pasado toda su vida a la sombra, apenas dejaba que ninguna luz rozase sus virtudes. Era caos, descontrol, destrucción; parecía que la gravedad atraía problemas y personas rotas, creyendo que quizá ella podría repararlas. No era ninguna ley que asegurase un equilibrio perfecto en el universo, ningún planeta giraba a su alrededor, ninguna estrella se atrevía a brillar en su cielo.
Todo consistía en huir, es lo que hacía cuando solo quedaban cenizas, cuando el fuego era tan bravo que apenas podía apagarse, cuando todos los pilares de su cuerpo volvían a romper en desesperación. Era una ruina, así era como percibía su reflejo.
Mientras la canción recita su melodía Agara recuerda la primera vez que usó ese símil, tenía dieciocho años y sus espaldas guardaban demasiado.
Todos aquellos que habían compartido algún momento, alguna risa o alguna mirada con ella le habían traicionado. Habían resultado heridos por el camino, la mala suerte se había acomodado en sus hombros.
Había personas que acudían a ella con una suerte más oscura y tenía el presentimiento de que todos esos demonios se habían escondido en los rincones de su casa, pues solo había gritos, incomprensión, alcohol y calmantes encima de la mesa.
Todo se resumía a huir, era como una maldición que la eligió al nacer, cuando recibió el nombre Agara cuyo origen hebreo significaba «huída».
«No tengo nada por lo que disculparme», susurraba una y otra vez, no era la única ocasión en la que había dejado su pasado atrás. Se reescribía continuamente, cada vez que sus pies pisaban una nueva ciudad, una nueva calle o una nueva vida. Era un torbellino, había nacido para destruir y destruirse sin descanso.
¿Por qué iba a disculparse? ¿A quién? ¿Quién sería capaz de creer una maldición que no estaba escrita, que solo se leía en la oscuridad de su cuarto y en la soledad de sus días?
Intentó pedir perdón al mundo, al universo creyendo que su antigüedad podría aportarle algo de consuelo, una respuesta a la que aferrarse y regalar como excusa a todos aquellos que hacía daño. Ni siquiera la sabiduría dorada de millones de años de infinitud pudieron salvarla.
¿Para qué disculparse, entonces?
Por un momento se percibió en la escena de una película. Su capucha subida, su sudadera negra que albergaba mil vidas y sus Vans desgastadas le convertían en un personaje misterioso. En la Caja de Pandora, guardando más historias que las que una caja de madera podría soportar.
Sus auriculares blancos se enredaban con sus cabellos azules oscuros, al igual que la melodía de estos se entrelazaban con sus pensamientos.
No se percató de su compañero hasta que este se levantó. Al girar la cabeza vio al joven alejarse y en su sitio una libreta de cuero con un marcapáginas en mitad de las hojas.
«No tengo nada por lo que disculparme», se había acostumbrado tanto a decir aquella frase que vivía a través de ella. No podría sentirse culpable si abría aquellas páginas.

Siempre he sentido admiración por Van Gogh. No por sus pinturas, no por su estética, sino por la sabiduría que guardaba tras su pincel.
He querido ver la vida a través de sus ojos, hablar a través de su voz y apreciar la belleza inmortal de lo cotidiano.
Creer que la divinidad no se encuentra en diosas griegas y en mitos, sino en lo simple que una pasión resulta ser, pues no hay mayor musa que esa.
Una vez leí de sus labios que tenía la naturaleza, el arte y la poesía y que si aquello no era suficiente, entonces, ¿qué lo era?
Entonces, ¿qué es suficiente? Siempre he querido formar parte de los bosques que aguardan los otoños y esconde a las almas perdidas.
Ser el arte roto y constituirme como una ruina, pero barroca, pues así tengo algo bello a pesar de mis grietas.
Escribirme como poesía, hablando de los ángeles caídos y las mil formas que los lunares pueden adquirir, convertirme en metáforas alimentadas por el universo y su misterio. Ser poema antes que poeta y poder quemar las venas y prender los corazones de aquellos que han amado demasiado.
Las estrellas me hacen soñar, por eso creo que su «Noche Estrellada» me ciega. No hablo de su técnica ni de sus colores, hablo de lo glorioso que es crear una escena que mis ojos nunca podrán contemplar.
Algo que mis manos nunca podrán crear ni mis plumas describir con suficientes palabras que expresen su belleza oculta.
Quiero ser poesía, galaxias y naturaleza aunque el límite resida en el cielo y la finidad de lo mortal me mantenga los pies en la Tierra.

Tras leer las últimas líneas de aquella libreta Agara pasó sus dedos por los trazos y las curvas de aquellas palabras que albergaban más y mejor vida. La tinta aún estaba reciente.
Por un momento Agara sintió que tenía el corazón de un desconocido en sus manos, muriendo de tinta y versos sin escribir.
Al dejar la libreta en el asiento el tren había frenado.
Todos comenzaron a levantarse, curiosos por lo sucedido, los susurros y rumores comenzaron a danzar por el vagón. Agara no pudo evitar levantarse y unirse a la multitud.
Aquel joven que había abandonado su libreta estaba desmayado en las vías. Su cuerpo inerte no albergaba vida, pues los golpes del tren y la tinta de sus hojas se la habían arrebatado.
Agara pensó que aquel joven había conseguido ser polvo de estrellas, rosas que nacerían en mitad del bosque y versos que serían relatados con elegancia y dolor.
Pero también afirmó que estaba perdida, maldita y prohibida; que las desgracias no descansan.

Ni siquiera un día.

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