Algo ocurre, sin duda. Mis pies están demasiado fríos, desde hace ocho días exactamente. Al despertar, hoy de nuevo, seguían igual. No entran en calor, no lo consiguen, ninguno de los dos. Los he vuelto a tocar y el frío es terrible, se inicia al final de los dedos, incluidas las uñas, y llega hasta el inicio del tobillo. Un centímetro más arriba todo está bien, la temperatura adecuada, igual que el resto del cuerpo, hacia arriba, hasta la cabeza, donde me encuentro ahora y casi siempre, de donde apenas salgo. Tengo que actuar. Incluso mi cabeza me lleva a ello, es un imperativo del todo. Debo viajar, no hay otra opción, salir de aquí arriba, llegar muy lejos.

Después del desayuno he salido a dar una vuelta con mis pies demasiado fríos. Lo he intentado una vez más, la última, pero de nuevo ha sido inútil. Sigo teniendo la sensación de que no camino, de que me arrastro por el suelo como si fuera algo que ni siquiera existe. No siento nada allí abajo, tan alejado de aquí, mi cabeza, mi pelo, mis orejas, cuya frontera es el cuello. Luego el resto.

Sin duda debo realizar el viaje que nunca he hecho, bajar hasta allí cueste lo que cueste y ocurra lo que ocurra. Debo, además, hacerlo enseguida, ya. Siento que si no lo hago acabaré por perder los pies y dejar de caminar definitivamente, quedar estático, quieto, sólo con la parte de arriba en funcionamiento, con la temperatura correcta y adecuada. Es una intuición, un sentimiento que me invade, sin saber muy bien de dónde viene, cómo se forma, qué desea, pero que existe, que es corpóreo.

He comido por última vez en casa y cogido fuerzas para el viaje, he bebido un vaso largo de agua del grifo y tomado café. He vuelto a salir fuera y me he dirigido hacia un mar muy cercano, hasta la orilla exacta. A media tarde he llegado. Allí me he tumbado sobre la arena, con los pies dando al mar y la cabeza al inicio de la tierra firme, donde he vivido siempre. He iniciado, definitivamente, el viaje hasta el fin, hasta el final del cuerpo, mis pies fríos y a punto de perder la vida, moribundos.

La primera frontera que he debido superar ha sido la del cuello, muy complicada de superar, había un triple muro. Tras el cuello he empezado a descubrir. Un pecho y una piel diferentes a lo conocido ahí arriba. Me he dividido y he recorrido, además, ambos brazos, he dado la vuelta y he vuelto al centro del pecho, bajando hasta el estómago.

No debía detenerme ni perder tiempo, he continuado el descenso.

Sin problemas.

He llegado hasta los genitales y nos hemos dividido en dos, cada uno en una pierna. Hemos continuado el viaje juntos, replicando a cada lado los movimientos, como si fuéramos de la mano, juntos.

*

Sin duda, el temor a qué podríamos encontrar era enorme, pero debíamos seguir sin descanso, llegar hasta los pies, los dos, los nuestros. Íbamos descendiendo por las piernas, al sol de un atardecer que iba entrando en los minutos del anochecer.

En los tobillos el triple muro no era triple, sino triplemente triple y triplemente alto y grueso. Aquello mostraba lo que nos esperaba detrás. Pero éramos nosotros y la confianza prevalecía, el viaje debía llevarse a cabo y alcanzar el destino. Incluso una ilusión, breve, asomaba entre nosotros, la ilusión del descubrimiento.

Nos hemos tragado el miedo, el temor, recordando nuestra boca, la lengua, la garganta. Recordando la vida arriba, antigua. Uno a uno hemos ido subiendo y bajando cada muro, a ambos lados del inicio del final de las piernas.

El cansancio nos agarrotaba el cuerpo, piernas, brazos.

Al superar el último muro, desde lo alto y ante los pies al fin, el paisaje era desolador. El frío extenso, casi mortal, exento de vida. Todo parecía gritar sin fuerza ni ánimo. El viaje, como habíamos intuido, ha sido exacto. Unas pocas horas más tarde hubieran supuesto la muerte, la aniquilación por el desconocimiento y la desidia. Hemos llegado a tiempo. Hemos recorrido los pies, los dos a la vez. Hemos realizado el mismo camino por nuestros extensos lugares y hasta hoy mismo desconocidos. Hemos visto por primera vez lo que nunca, lo que antes era una extinción. Un paisaje y una realidad que eran parte de nosotros, pero dejada de lado, apartada de arriba, totalmente desconocida. Hemos reconocido unos pies, nuestros pies. Nos hemos vuelto a encontrar con ellos.

Nos quedaremos por estos lugares, ya siempre. Vamos a caminar.

Ahora que hemos llegado, después de tanto esfuerzo, vamos a vernos.

*

Al levantarnos hemos visto el mar, hemos caminado por la orilla con unos pies que poco a poco iban entrando en calor. Hemos sentido, después de tanto tiempo, después de mucho más tiempo que aquellos ocho días de aviso y alarma finales, el frío del agua del mar en nuestros pies. Hemos seguido entrando en el mar. Hemos metido los brazos en el mar, hasta el cuello, el triple muro. Pensado por última vez antes de meter la cabeza, antes de mirar hacia el cielo desapareciendo con el anochecer, que el viaje ha merecido la pena, que el viaje debería haber sido mucho antes, sin temor ni miedo, que el viaje, al final, ha sido nuestra salvación.

Y dentro del mar, enteros nosotros y envueltos en su agua, todos, reconocidos de nuevo, hemos vuelto.

*

Ahora sé quién soy, y sé que puedo ser. Ahora sé que tengo unos pies que caminan y avanzan, una cabeza los guía y los alienta. Ha llegado el momento de salir de viaje, ha llegado la hora de emprender el viaje de nuevo.

Ahora ha llegado el infinito viajar.

Me he puesto las zapatillas y he dejado la arena atrás, cruzado las dunas y los escarabajos correteando.

Pisado tierra. Mirado atrás, al mar, mis pies, sin dudar.

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