Las pesadas cadenas, colgadas del cuello, derramaban sus eslabones por los hombros del Señor de los Mares. Los grilletes, amortiguados por unos harapos que atenuaban el roce del hierro en tobillos y muñecas, le asemejaban a uno de aquellos indígenas que habíamos llevado, desde las Indias a Castilla, en anteriores viajes.
En ello pensaba cuando vi al capitán de la nao acercársele.
—Almirante, no es necesario su sufrimiento —le dijo de forma respetuosa—. Si vuecencia me lo permite, ordenaré que lo liberen de las ligaduras ahora mismo.
—No, capitán. Si el representante de mis Reyes me ha condenado a tal deshonra, que así sea —contestó en voz alta, sin apartar la vista del horizonte—. De esta manera arribaré al puerto de Cádiz. Así todos sabrán que Francisco de Bobadilla, juez pesquisidor, se atrevió a encadenar al Almirante de la Mar Océana, descubridor del Nuevo Mundo.
Tras varias fallidas peticiones para rescatarle de sus ataduras, unas veces de oficiales y otras de la marinería que tanto le admiraba, Colón no consintió que nadie le arrebatara el orgullo de su humillación.
Dado por imposible, dejaron de insistir. Solíamos verle en cubierta mirando al mar, ensimismado en la lejanía.
Un día, maldito día, me atreví a dirigirme al él con el único afán de aliviar el injusto padecimiento del aquel gran hombre.
—Excelencia, beba un poco. —Le tendí un cuenco de vino.
—Gracias, muchacho —dijo agradecido—. ¿Cómo te llamas?
—Joao, excelencia. De Porto Bello.
—Yo viví allí. —Volvió su mirada hacia las olas en un intento de ocultar una inexplicable inquietud que, en ese momento, no comprendí.
—Lo sé, señor. Mi padre, Stefano Teixeira, tuvo el honor de conocerle.
—Stefano Teixeira —repitió como si hubiese oído el nombre de un fantasma—. Lo recuerdo. ¿Y qué te contó?
La extraña pregunta debió ponerme en guardia, pero yo no sentí peligro alguno y, de forma ingenua, mencioné la aventura tantas veces contada por mi progenitor que, orgulloso de haberla realizado junto al famoso Colón, nadie creía.
El Almirante escuchaba mi relato con atención. En un momento dado me interrumpió con un gesto, ordenándome silencio, y, entonces, requirió un reservado donde poder seguir, según él mismo dijo, “la animada charla”. El capitán, solícito, cedió su camarote y añadió un barril de vino a la petición, con el propósito de endulzar la penosa travesía de tan insigne cautivo.
Y bebimos. Bebimos hasta llegar a ese punto en el cual las confidencias cuentan lo que no deberíamos decir.
El Navegante, animado por el alcohol, me habló de los acontecimientos que le guiaron a forjar su destino. Aquellos hechos, me dijo, le habían llevado una exitosa empresa gracias a la cual poseía riquezas y prebendas que ahora querían arrebatarle. Y, si se llegaba a conocer la verdad, podrían hacerlo. Porque él no había sido el primero en alcanzar las costas de las fabulosas Indias. No, nadie debía conocer su secreto. Jamás.
En su tortura, intentaba apartar de su cabeza las malditas cavilaciones que volvían, una y otra vez, a angustiarle. Pero la mente, o la conciencia, tiene sus propias reglas y los pensamientos reclamaban la memoria.
Supe que todo comenzó tras una tormenta en la isla Porto Santo, después de su ventajosa boda con Felipa, hija del Maestre de la Orden de Cristo, descendiente directa de la antigua Orden del Temple.
Un bajel quedó encallado en las cercanías de Porto Santo. Mi padre y él se dirigieron hacia allí, donde, en un complicado rescate, consiguieron recuperar a cinco supervivientes del desastre.
Unas extrañas bubas y costras cubrían los cuerpos de aquellos desgraciados, haciendo que la vida abandonara a cuatros de ellos de forma inmediata. El único superviviente fue alojado en su propia casa.
Allí, entre aciagos estertores, el insólito huésped le reveló lo que sería su definitivo sino.
Alonso Sánchez de Huelva, como dijo que se llamaba, habló de unas maravillosas tierras, más allá del espacio trazado por los mapas, donde las mujeres se ofrecían a los barbudos visitantes, considerados dioses. Contó la existencia de unos pueblos rodeados de minas de oro. Le relató, en definitiva, la presencia de un falso paraíso, el cual les había llevado a esa extraña enfermedad que les empujó a volver a tierra cristiana en busca de la cura a sus males.
Pero los galenos consultados no conocían el remedio para aquella dolencia desconocida y, unos días después, el pobre enfermo falleció en una terrible agonía.
A Dios gracias, el invitado, antes de expirar, pudo revelar a Cristóbal la ruta seguida por su nave en la fatal expedición. Aquella derrota la había visto antes en unas cartas de navegación, obsequio de su suegro como dote de boda, atribuidas a unos legendarios viajes de los Caballeros Templarios.
Obsesionado por el asunto, estudió las coincidencias de los documentos con el testimonio del marino muerto y acabó convencido de la posibilidad de llegar a levante por occidente en un nuevo itinerario por mar. De esa forma, se evitaría la costosa ruta terrestre de la seda, repleta de peligros y gastos.
Desde ese momento se dedicó, en cuerpo y alma, a perseguir su sueño.
Y yo, un imberbe marinero, no iba a ser quien se interpusiera en su camino. Aunque aún no lo sabía.
En mi catre, dormido tras la apasionante velada con el mismísimo Cristóbal Colón, un brusco empujón me despertó. Ante mí vi al capitán acompañado de cuatro soldados y, a empujones, me llevaron a este bote en el que fui abandonado a la deriva, con tan solo una cuarta de agua, un pan cubierto por un lienzo y un cuchillo.
Al fin, conseguí atrapar una gaviota. Es sabido, por los hombres del mar, que su carne es incomestible, pero gracias a varias plumas, afiladas con el cuchillo, y a su espesa sangre, usada a modo de tinta, escribo, en el lienzo que cubría la hogaza de pan, mi postrero testimonio con la intención de dar fe de la verdad sobre los hechos acontecidos y ruego a Dios, si lo tiene a bien, que haga justicia.
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